Recordar es vivir

A medida que los años pasan, los recuerdos de las vivencias se van acumulando, no sólo de aquellos momentos cumbres o decisivos en nuestras vidas, sino también de aquellos episodios sencillos que de alguna manera nos marcaron y se fijaron para siempre en nuestra memoria. Nunca olvidaré por ejemplo, el primer día de colegio de mi hija mayor. La ansiedad que la criatura experimentó y el nerviosismo mío al dejarla en manos ajenas por toda una mañana. Ni siquiera recuerdo el primer día de clases de mis otros hijos, sin embargo aquél me marcó para siempre. El hecho de separarme de mi preciosa niña y dejarla en manos ajenas, la mirada desolada de sus bellos ojos oscuros. El beso de despedida, como si fuera un adiós para siempre, la desolación que sentí en el alma y la incertidumbre del cuidado que tendría, lejos de mi vigilancia, causó una desazón en mi ánimo, difícil de superar. Ni qué decir de la ocasión en que por primera vez manejó un automóvil. Aquello, rompió todos los cánones del equilibrio emocional. Fue una prueba de fuego para nuestro matrimonio, nos enfrentamos al hecho de que ¡nuestra hija era adulta! Otras cosas menos trascendentales marcaron mi vida, como el famoso nido de ratones en el patio que dio lugar a una cacería encarnecida, la cual aún es objeto de anécdotas. O el hallazgo de una culebra de dos metros en el gazebo del jardín; en fin, son tantas las vivencias que darían un libro.