OTEANDO El alquimista
Corría el año de 1984, yo era un joven a quien le faltaban dos años para culminar la licenciatura en derecho y para solventar mis gastos universitarios ya tenía que arreglármelas por mi propia cuenta, pues mi padre, incómodo porque decidí formar familia antes de terminar, me retiró el apoyo que un tiempo después volvió a darme convencido de que ese hecho no doblegaría mi decisión de hacerme profesional.
Mientras mi padre hacía su propia dialéctica sobre nuestro desencuentro, mi situación económica no podía ser peor, pues ya teníamos nacido a Franklin Darío, y mi esposa y yo apenas ganábamos para subsistir. Fue en ese interregno cuando, muy a mi pesar, tomé la decisión de abandonar la carrera universitaria para procurarme más ingresos. Salí un miércoles a las 2pm a retirar las materias que ya había inscrito, pero al llegar me encontré con el amable rector de la universidad, quien, después de saludarme, me preguntó cómo iba el semestre; no encontraba qué contestar, pero franco como soy, le dije: vengo a retirarme.
Aquella información pareció trastornar a ese hombre, a quien había conocido unos años antes “elaborando” el sueño de hacer grande una universidad recién formada. Después de inquirir sobre mis razones y yo confesárselas me dijo con cara triste: ven a mi oficina; lo seguí, y casi con lágrimas en los ojos me dijo: “¿Tú te estás poniendo loco? ¿Crees que me metí en esto para hacer honor la ruindad?” Y a seguidas me preguntó: “¿Puedes pagar la mitad?” Le dije que sí, y él exclamó: “¡Pues pagarás la mitad y si no puedes, no pagues nada... pero no te irás, porque tienes talento y lo mereces!”.
Le di las gracias y salí a mi casa con la seguridad de que cumpliría mi sueño de ser abogado. Terminé mi licenciatura y no volví a ver al rector como no fuera en alguna funeraria o accidentalmente en un estacionamiento de vehículos, ocasiones que siempre aproveché para reiterarle mi gratitud sincera.
El rector era entonces un hombre vigoroso, con una familia recién formada, a la que tuve la suerte de tratar por la cercanía que él tenía con mi suegro Darío Cabrera; era también un soñador, emprendedor infatigable de todo tipo de proyectos que con el tiempo ha venido cristalizando gracias al respaldo incondicional de su esposa y sus hijos.
El miércoles pasado el destino me llevó hasta sus oficinas para tratarle un tema de interés recíproco; lo encontré en el mismo espacio físico de siempre, en sus paredes no cuelgan ni un Matisse ni un Van Gogh, solo recuerdos de los inicios y una atmósfera minimalista que, al igual que en otros casos, retrata la sencillez de los grandes.
Hatrabajadoincansablemente;aparte de que le ha dado al país la universidad privada más poblada y con más recintos, ha tenido la virtud de levantar las más grandes obras en favor del país, incluyendo el rescate de muchas empresas quebradas por administraciones débiles, que los propios bancos le ofrecen por su capacidad de gestión y vocación de cumplimiento, un periódico, un parque industrial, y su penúltimo sueño, el Centro de Convenciones de Santiago, una obra donde se invirtieron más de mil ochocientos millones de pesos, pensada también para el país y para Santiago como destino turístico. Y a pesar de todo, no para, no cambia; ya tiene enfilado los cañones hacia un proyecto más grande que conocerán oportunamente. No se levantó ni para recibirme ni para despedirme, para no pelearse con sus “rótulas Tarpeya”, pero sigue siendo el mismo, Príamo Rodríguez, canciller de UTESA, ese bien inspirado alquimista que explora a su paso dónde están el plomo y el cobre empresarial para convertirlo en oro. A él mi eterna gratitud y sincera admiración.