La violencia feminicida y la solución desde la educación
Ajuzgar por los resultados, tal parece que alrededor de 10 campañas contra la violencia de género que han realizado las instituciones gubernamentales desde noviembre de 2008 hasta la fecha, no han logrado el objetivo de disminuir los feminicidios.
Las sangrientas estadísticas en República Dominicana sobre la muerte violenta de mujeres a manos de sus parejas o excompañeros sentimentales, revelan que al margen de dichas campañas, la violencia contra la mujer en su forma más cruda y brutal, sigue muy campante.
Tanto es así que las mujeres que engrosaron las cifras luctuosas de feminicidios totalizaron la suma de 1,247 casos durante el período 2005 al 2017, y en lo que va de año, solo en el Cibao, llegan a 48. Esto mueve a preguntarnos: ¿A qué se debe esta matanza de mujeres? ¿Qué se puede hacer para frenar esta escalada sanguinaria? ¿Por qué el Gobierno no atina en encontrarle una solución efectiva?
Solo el bisturí diseccionador del análisis profundo nos permitirá contestarlas y acceder a las causas más hondas de la compleja problemática del feminicidio, cuyos causales son multifactoriales, lo cual significa que hay que abordarlo en sentido amplio, desde la voluntad política, desde la educación, la cultura, la sociedad y la familia. Vistas así las cosas, los altos índices de violencia de género nos muestran fallas en el sistema de relación establecido entre los hombres y las mujeres.
Hay que bucear muy adentro del espíritu humano, y particularmente del hombre, para ver las motivaciones ocultas que desencadenan estos crímenes contra nuestras féminas. Esto implica que las acciones de prevención para controlar y evitar que los cementerios se sigan llenando trágicamente con nombres de mujeres deben de partir de un abordaje sobre cómo hay que trabajar la mente de los hombres.
Esto significa cambiar la percepción de la masculinidad, de la supuesta hombría, implicando a las escuelas en las discusiones del tema y llevándolo también a los barrios, lugares de trabajo y medios de comunicación, y tratar de que los hombres, particularmente los jóvenes, se conviertan en socios de la batalla para acabar con la violencia contra las mujeres.
Desde la perspectiva de los hombres, hay que corregir la distorsión de la visión que estos tienen de las mujeres, a las cua- les cosifican como simples objetos de placer sexual. Promover que vean en la mujer a ser humano con sentimientos y espíritu, y no a unas nalgas o una vagina caminante con sello de propiedad.
Por otro lado, la sociedad en que vivimos está organizada y concebida de tal manera que la violencia forma parte de las relaciones sociales en general. Las mil y una formas del bombardeo cultural que recibimos cotidianamente a través de mensajes icónicos, imágenes, conceptos, enfoques e informaciones, siembran en nuestras interioridades que el trato violento hacia las mujeres es algo natural.
De ahí que frases como las que dicen que el pleito de marido y mujer nadie se puede meter, porque sale embarrado, indican que hay una cultura de permisividad y aceptación de violencia contra las mujeres que se refuerza permanentemente y que abona el terreno para el feminicidio.
Para empezar a desescalar la violencia feminicida que desborda a toda la sociedad, hay que comenzar a cambiar la estructura del pensamiento masculino basado en una cultura patriarcal fundada en valores machistas, haciéndole interiorizar que el amor eterno es solo un ideal, una realidad mitificada y que así como llega se va. Que el amor, mientras perdure, es una bonita ilusión, pero nunca una prisión.
Que eso es parte del ciclo natural de la vida, donde todo nace, crece, se desarrolla y muere. Desmitificar el amor eterno que solo esconde muchas relaciones disfuncionales que se mantienen solo como una falsa y una pantalla de hipocresía para evitar el qué dirán y complacer los estereotipos sociales.
En este contexto, debiéramos sincerar con la realidad el juramento nupcial de “hasta que la muerte los separe”, y en su lugar, jurar “hasta que el amor acabe”, aunque no suene romántico pero sí práctico desde el punto de vista de que precondiciona la aceptación de un posible final menos tormentoso. ¿Por qué hacer ese juramento, si únicamente es aceptable cuando ocurre la primera muerte, la del amor que se va? Si ya murió el amor entre uno de ellos, ¿por qué persistir en una relación moribunda, atrofiada y quebrada?
Cuando desde la cultura, la socialización y la educación el hombre aprenda que el amor acaba, que no es una obligación, sino un consentimiento de dos, que la magia inicial desaparece con el tiempo, que nada es para siempre, aunque esto fuese lo ideal, la ruptura de una relación será más asimilable y menos traumática para el hombre y no la verá como una afrenta personal y social, como un acto de abandono y crueldad sentimental, como generalmente lo ve, producto de ese ingenuo orgullo masculino que solo acepta como buena y válida la sumisión femenina.
Esto lo afirmamos, porque generalmente son las mujeres las que deciden terminar la relación y el hombre insiste en continuarla, interpretando como el súmmum de la impiedad y el deshonor el ser rechazado por la mujer, resistiéndose a la idea de que lo ‘botaron’, con todo y la connotación negativa que familiar y socialmente tiene el término, porque se bota lo que no sirve, lo que no tiene ninguna utilidad, como la basura.
Cuando los hombres desaprendan esa cultura machista y se eduquen en la idea de que nadie está obligado a mantenerse en una relación que no desea, la descontinuación de una relación no tendrá el sesgo violento y la connotación de tragedia personal que tiene hoy.
Las relaciones cuyo desenlace termina en el homicidio de la mujer, están afectadas por las limitaciones culturales del hombre que cree que al darle una vivienda para la convivencia de la pareja, amueblarle la casa o proporcionarle manutención a ella y a los hijos, ha ‘comprado’ a la compañera y su obligación de mantenerse en la relación. De ahí, que cuando le encara que ya no se siente cómoda en la relación y rompe los lazos amorosos, el hombre lo interpreta como un avasallamiento de su ego que debe ser vengado y resarcido con la muerte de la ‘afrentosa’. La señal de alarma está sonando, avisándonos de que esto ya debe cambiar y el cambio lo haces tú.