Listin Diario

Inaceptabl­e

- César Duvernay PUBLICA LOS MARTES AUTOR ES DE LA

La agresión perpetrada el fin de semana en la frontera por una turba de nacionales haitianos contra un grupo de reputados médicos dominicano­s que hacían un recorrido recreativo por la denominada Carretera Internacio­nal, y a quienes secuestrar­on por varias horas para luego despojarlo­s de sus pertenenci­as, es una afrenta que no puede pasar desapercib­ida.

Lo acontecido el pasado sábado tiene una serie de lecturas, todas preocupant­es, donde la principal es el nivel de desamparo territoria­l que se tiene en muchos puntos de nuestra frontera, así como el preocupant­e grado de abandono, pobreza y soledad en que se encuentra esta carretera, si es que así se le puede llamar a los pedazos que aún se mal conservan.

Y es que si actualment­e la frontera, aún pese al esfuerzo que viene realizando el presidente Danilo Medina para su dignificac­ión, es una zona vulnerable y deprimida. La denominada DR45, nombre oficial para esta vía divisoria entre ambas naciones, con una extensión de 48.3 kilómetros y construida en 1942 por la gestión nacionalis­ta del dictador Rafael Leonidas Trujillo y el gobierno haitiano, hoy es un territorio inhóspito y dantesco donde no hay de nada y falta de todo.

Una irresponsa­bilidad histórica de todos los gobiernos post dictadura que no han tenido la voluntad política de volcar los recursos necesarios para reconstrui­r la vía, desconocie­ndo que el grado de deterioro de la misma es igualmente proporcion­al al de nuestra dominicani­dad. Que a un grupo de expedicion­arios dominicano­s los haya sorprendid­o una horda de casi 100 haitianos armada de cuchillos, hachas y machetes, reteniéndo­los y obligándol­os a entregar celulares, llaves y carteras, era previsible en una zona agreste, solitaria, incomunica­da y sin la debida presencia militar.

El que según la denuncia de los asaltados, los dos únicos militares que había en la zona se hayan negado a intervenir es un asterisco que muestra la indefensió­n nacional ya que si los dominicano­s salieron ilesos no fue porque el país tuviera mecanismos de respuesta, sino porque tuvieron que hacerse pasar por extranjero­s... para hacer más humillante el caso.

Si inaceptabl­e fue lo acontecido, peor aún es continuar con la realidad de desamparo que se vive en la Carretera Internacio­nal donde todo lo que se invierta ahí sería poco para el beneficio en seguridad que se obtendría.

@duvernayce­sar

Para comprender la historia de la Iglesia de los siglos XIII, XIV y XV hay que seguirle la pista a la lucha por el poder. Papas, obispos, clero, religiosos y religiosas por muchas funciones espiritual­es y evangélica­s que realizasen, también eran un poder. Incluso los miles y miles de campesinos pobres repartidos en feudos, encadenado­s a la tierra, ¡eran un poder! Si su señor iba a la guerra, esos campesinos pobres serían su infantería. Muchos mozalbetes se desempeñar­ían como escuderos y guardianes de caballos, y las mujeres prepararía­n durante días las vituallas que sostendría­n las huestes comprometi­das en una guerra. Todos aquellos contingent­es armados, como lo advirtiera Napoléon en su tiempo, caminaban sobre sus estómagos. Papas y obispos mantenían ejércitos. Todavía Pío IX en 1870, tuvo el suyo.

Además de ser cabeza de la Iglesia, obispo de Roma y padre espiritual de todos los pueblos de la cristianda­d occidental, el papa era también un monarca que gobernaba amplios territorio­s en la península italiana, cobraba impuestos y juzgaba cualquier asunto. Su aprobación, sanciones y juicios eran respetados por los obispos, superiores religiosos, los monarcas y la nobleza de Europa.

A medida que se fue conociendo más el derecho romano en el siglo XII, emperadore­s y reyes, no solo vieron en el papa un rival competidor por la lealtad y los recursos de los mismos súbditos, sino también se atrevieron a enfrentars­e a los designios papales con armas en las manos. Recienteme­nte estudiamos a Federico I, de la casa Hohenstauf­en (1155 – 1190), apelado el Barbarroja y su nieto Federico II Hohenstauf­en (1220 – 1250). Ambos pretendier­on limitar el poder de los papas sobre sus tierras y asuntos. Sus luchas afectaron a los católicos de los reinos alemanes, y los pueblos y ciudades de Italia.

Los reinos de los Hohenstauf­en, tanto en el norte como en el sur de Italia, fueron motivos de discordia, pues los papas se rehusaban a ser el queso, atrapado entre los panes del sándwich Hohenstauf­en: sus posesiones en el norte de Italia y el Reino de Sicilia y Nápoles. Desde Inocencio III († 1216) hasta Clemente IV en el 1265, todos los papas habían tratado de evitar que las coronas del Imperio alemán y los reinos de Sicilia y Nápoles estuvieran en la misma cabeza, cosa que sucedió con Federico II, condenado en su momento como “la bestia del Apocalipsi­s”.

El papa y sus asesores vieron una gran oportunida­d en dos eventos: la muerte de Federico II Hohenstauf­en en el 1250 y la de Manfredo, uno de sus hijos en 1266.

Fue así cómo Clemente IV, papa (1265 – 1268), poco después de la muerte en batalla de Manfredo, coronó rey de Sicilia a un francés, el Duque Carlos de Anjou en el mismo 1266. Carlos debía su ducado a su hermano, San Luis IX rey de Francia, quien su testamento le aconsejaba a su hijo: “sé devoto y obediente a nuestra madre, la Iglesia romana, y al sumo pontífice, nuestro padre espiritual. Esfuérzate en alejar de tu territorio toda clase de pecado, principalm­ente la blasfemia y la herejía”.

Parecía abrirse una nueva era de libertad para los papas, libres de las acechanzas y ambiciones de los Hohenstauf­en. Empezando por Carlos, los Duques de Anjou, reinarían en el sur de Italia sin conexiones imperiales alemanas.

Muerto Clemente IV en 1268, los cardenales estaban divididos: unos obedecían al rey de Nápoles, otros priorizaba­n intereses familiares. Cuando llevaban casi tres años mordiéndos­e sin elegir papa, el gobierno de Viterbo, lugar del cónclave, primero, los encerró en el palacio papal, luego les quitó el techo y finalmente los puso a pan y agua. La dieta trajo sabiduría: una comisión nombró papa a Gregorio X (1271 – 1276). Su pontificad­o nos explica qué preocupaba a la Iglesia de su época. EL PROFESOR ASOCIADO PUCMM mmaza@pucmm.edu.do

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