Los dos nacimientos
El niño estaba asustado, agitado, angustiado. Lo estaban empujando, lo estaban halando, tenía dolores en todo el cuerpo mientras lo forzaban a salir de aquel ambiente seguro donde vivía desde que nació.
De pronto empezó a oír ruidos extraños… la gente hablaba dando órdenes, ya no podía más… entonces dio un grito y empezó a llorar lo más duro que podía… y de repente las voces eran más suaves, y comenzó a escuchar gente contenta… ¿qué era todo esto?
Luego, unas manos suaves lo levantaron y lo pusieron en el amoroso pecho de una mujer que sonreía y empezó a escuchar un ritmo que conocía: era el latido del corazón de su madre. ¡Había nacido!
Aquello que parecía el fin no era más que el principio de su vida.
Le estaban dando la bienvenida al mundo con sonrisas y cariño.
Como dice el Salmo 130: “Calmo y silencio mi anhelo como un niño en los brazos de su madre, como un niño junto al Señor”.
La misa de este domingo habla de otro nacimiento similar al antes descrito.
Dice: “Vendrán tiempos difíciles”, que habrá una gran angustia (como estaba el niño angustiado sin saber que estaba naciendo).
Entonces “veremos venir a Jesucristo sobre las nubes con gran poder y majestad”.
Y con todo el cariño y el amor que siempre lo caracterizó, nos re- cogerá y nos hará descansar en su pecho, como en el pecho de una amorosa madre. Y allí encontraremos el calor del amor, la absoluta seguridad que anhelamos y una indescriptible paz que ahora no podemos ni siquiera imaginar.
¡Habremos nacido a la vida eterna, en la cual gozaremos de una inefable felicidad para siempre!
Para eso hemos sido creados “a imagen y semejanza de Dios”, para gozar de una total felicidad, sin temor alguno de perderla jamás.
Santa Teresita supo esto cuando, poco antes de morir, dijo: “Yo no muero, nazco a la vida”.
La pregunta de hoy
¿Cómo estar listo para este maravilloso acontecimiento?
El Salmo 15 nos da una forma de estarlo.
“Tengo siempre presente al Señor; con Él a mi derecha no vacilaré; por eso se me alegra el corazón, y gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena”.
¡Feliz nacimiento, amigo, amiga! ¡Le deseo de todo corazón una nueva vida llena hasta el tope de paz y felicidad!
El hombre es inmortal.
En el bautismo, el hombre muere al pecado a la muerte. San Pablo entiende la resurrección de los muertos como un acontecimiento inmediatamente después de la muerte de cada uno.
Vi a mi hijo en el ataúd. Su cuerpo estaba allí, pero él no. Él había encontrado el amoroso abrazo de bienvenida en el pecho de Jesucristo, como el hijo pródigo al que, cuando volvió a su casa, su papá “lo llenó de besos”.
Yo lloraba, sí, pero no por él, sino por la falta que me iba a hacer hasta que nos encontremos y nos abracemos nuevamente para siempre. Lo mismo me pasó a con mi mamá: he hablado con ella mucho más frecuentemente que cuando ella vivía esta vida terrenal.
Gracias, Señor, por haber dado muerte a la muerte con tu resurrección.
Para el cristiano la muerte no es el fin, sino el principio de una eternidad en la amorosa compañía de su Señor.