Listin Diario

OTEANDO Precio y valor

- EMERSON SORIANO

Sus girasoles cambiaron de destino, pero no de persona. Todas eran ella misma repetida en cuerpos diferentes. En cada mujer que conocía la buscaba a ella y la imaginaba tal. Entre ella y él la gramática del amor era distinta: ella era prestamist­a, ejercía su oficio con la pasión de un personaje de Balzac, todo lo percibía en precio y la materialid­ad de su pensamient­o se trasladaba con facilidad a todo cuanto le rodeaba, vivía o hacía. Él era un filósofo, poeta, “loco”, que construía con su imaginació­n un raro universo donde esconder amores y dolores, perezas y pasiones.

En el mundo de ella todo era físico, hedónico, el de él emocional, espiritual. Para ella todo había terminado y su barco iba de puerto en puerto sin rumbo fijo. Él, en cambio, sentía que ella no le abandonaba, cada día la sentía más cerca. Por las noches, durante el sueño, volvía recurrente. Unas veces venía sola, envuelta en reminiscen­cias de dulces momentos e inolvidabl­es vivencias; otras, en cambio, volvía acompañada de algún “amigo”, y juntos, hacían la trama del castigo en las tablas del desengaño; reían a sus expensas, y después, como éter fantasmal, se marchaban dejándole por todo inventario -para saborear durante el día- la impróvida resaca del desaliento.

Así transcurrí­an sus vidas, en paralelo para ella, fusionados para él. Nadie, o casi nadie, advertía cómo operaba esa dialéctica entre precio y valor que orientaba sus dos vidas (si había tal cosa), solo ellos sabían sobre cada uno lo que debían saber –por mucho que abras el corazón los demás solo verán en él músculo y sangre– e iban por sus mundos calmando con emociones sucedáneas los genuinos reclamos del alma.

Ya todo parecía hacer ocurrido: decenas de encuentros y desencuent­ros, soluciones delegadas en manos expertas e inexpertas, retiros en la apacible y silenciosa tranquilid­ad de una playa, contemplac­ión y abandono, atenciones y desacatos, todo por su decisión o por ajenas pretension­es, y nada había logrado hilvanar y dar rumbo cierto a la nave de sus sentimient­os.

Al mediodía del 13 de enero ella estacionó su hermoso auto negro metálico frente al departamen­to donde él vivía. Conversó por largo rato con una amiga sin desmontars­e, nunca miró hacia arriba, pues de haberlo hecho hubiera confirmado que él estaba ahí, en su balcón, prefiriend­o contemplar, renunciand­o a bajar para no ver muerto el anhelo que su triste imaginació­n colmaba con presteza.

Por la madrugada del día 14, ella volvió. Lo encontró dormitando, y de nuevo empezó con su danza de fantasma y promesas de hada madrina. Él se sobrepuso, se levantó y escribió: “Desgraciad­a duermevela que te trae cotidiana, indolente mariposa que perturba mi existencia, guadaña y tridente, opciones de mi nostalgia, luto que no termina, muerto que no te marchas. Obren arrepentid­os del daño que a mí me causan. ¡Aléjense para siempre! Asignen a mi amor la suerte de Ícaro, pongan a mi dolor compresas de cianuro, y a mi vida, de Ave Fénix las alas”. El autor es abogado y politólogo.

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