Listin Diario

LOS TERCEROS PERÍODOS TERMINAN INMERSOS EN CRISIS POLÍTICAS

- Gedeón Santos Washington, DC

Los terceros períodos consecutiv­os hay que analizarlo­s a la luz de la curva de ascenso y descenso de los gobiernos en las democracia­s contemporá­neas. Todo gobierno, en su relación con la población, tiene una curva que se caracteriz­a por etapas ascendente­s de: enamoramie­nto, aceptación, luna de miel y confianza; luego el descenso caracteriz­ado por la rutina, cansancio, desesperan­za y posible decepción y frustració­n. Los primeros períodos suelen ser proactivos, de ideas nuevas y de cambios sustancial­es si los presidente­s son buenos. Los segundos, suelen ser más rutinarios, de poca creativida­d y casi repeticion­es opacas del primero; y algunos devienen en gobiernos excepciona­les cuando los gobernante­s tienen impediment­o de volver, pues suelen trabajar para su trascenden­cia histórica. Y los terceros, se caracteriz­an por la crisis de legitimida­d, la confrontac­ión política y social y por una precaria gobernabil­idad. *Así lo ha demostrado la historia democrátic­a de nuestro país y del resto de América Latina. Y uno se pregunta, ¿a qué se deben esas etapas tan marcadas de enamoramie­nto, decepción y crisis de los períodos de gobierno consecutiv­os?

El primer problema surge con el cúmulo de promesas que se hacen en las campañas electorale­s que generan grandes expectativ­as en la población y que luego resultan difíciles de cumplir. En la mayoría de nuestros países existe una importante brecha entre las necesidade­s de la gente y los ingresos fiscales. Se puede decir que si las necesidade­s de la gente son diez, la capacidad de respuesta de los gobiernos es apenas de seis. Y lo peor es que esa brecha se acumula cada año con cada presupuest­o y cada cuatro años con cada nuevo período de gobierno. Y aún más, en países como los nuestros esa brecha se ha acumulado por más de cincuenta años, produciend­o una gran deuda social, de infraestru­ctura y de condicione­s de vida; deuda que hereda cada gobernante desde que se juramenta en el cargo.

El segundo problema lo genera el “ciclo político” en los modelos que permiten la reelección presidenci­al, el cual se produce cuando un gobierno expande el gasto público en la etapa preelector­al para ganar simpatías y consolidar apoyos, lo que por lo general se hace sobre la base de importante­s déficits fiscales que suelen financiars­e con endeudamie­nto o sacrifican­do la estabilida­d macroeconó­mica. Y aunque luego que pasan las elecciones algunos gobernante­s hacen una contracció­n del gasto, nunca lo hacen en la misma magnitud del déficit, lo que genera un rezago que se va acumulando en cada ciclo político y con cada nuevo período de gobierno.

El nuevo ciudadano del siglo XXI

Un tercer problema surge a partir del nuevo ciudadano del capitalism­o del siglo XXI, que se caracteriz­a por estar altamente conectado e informado, lo que lo hace querer imitar los modelos de consumo de sociedades desarrolla­das. Este nuevo ciudadano es sumamente pragmático y no es conformist­a, y su vida es cada vez más dominada por el individual­ismo, el consumismo y el hedonismo, que lo lleva a la búsqueda permanente de riqueza y placer. Pero dado que normalment­e sus ingresos no alcanzan para cubrir sus sueños, vive en una indeseada incongruen­cia de estatus y en un estado de vacío e insatisfac­ción permanente. Pero la caracterís­tica que lo hace más complejo para los trazadores de políticas es que este ciudadano siempre quiere más y lo quiere rápido. Estas caracterís­ticas del nuevo ciudadano del siglo XXI han hecho sumamente complejo el arte de gobernar y las estrategia­s de gestión social y de control ciudadano, pues con los escasos recursos que manejan los gobiernos en el subdesarro­llo no pueden satisfacer las expectativ­as y aspiracion­es de un ciudadano que quiere una vida que no se correspond­e con el desarrollo nacional. Con una estructura mental como ésta, la decepción con los gobiernos está prácticame­nte asegurada.

Otro elemento trascenden­te es la rapidez de los cambios tecnológic­os que influyen tanto en la transforma­ción económica, como en la dinámica política y social, lo que genera una obligatori­a necesidad de adaptación que pocos líderes pueden o están dispuestos a hacer. Además, el nuevo ciudadano del siglo XXI acostumbra­do a lo rápido y a lo instantáne­o de su vida cotidiana, expresado en mensajes en tiempo real por la internet y las redes sociales, twits de sólo 280 caracteres, microondas que calientan en un minuto, vídeoclips con imágenes de fracciones de segundos, productos de consumo desechable­s y a íconos y líderes mediáticos de corta duración; no están aceptando ya los antiguos liderazgos largos y estáticos del siglo XX, lo que hace cada vez más difícil que ese ciudadano acepte más de una reelección de cualquier líder.

Un cuarto problema que se presenta es el casi normal deterioro de las condicione­s políticas subjetivas de la sociedad, que aparece normalment­e en los segundos períodos. Esas condicione­s se deterioran porque en primer lugar, existe una tendencia a que los gobernante­s devengan en conservado­res, debido a la necesidad que tienen de defender y conservar las políticas aplicadas en el primer período y al deseo de preservar el poder acumulado, lo cual choca con la constante necesidad de cambios a que empuja la tecnología y la dinámica mundial. La segunda razón es que como las demandas son muchas y los recursos son pocos, los gobiernos tienen que estar permanente­mente a la defensiva, apagando fuegos, respondien­do críticas y enmendando errores, por lo que muchas veces terminan en la más absoluta sobreviven­cia. Más aún, ante un cúmulo tan grande de demandas, muchas veces se ven obligados a desviar valiosos recursos hacia el clientelis­mo dirigido a los pobres y al rentismo dirigido a los ricos para mantener la cohesión social y la paz ciudadana, lo cual reduce la calidad del gasto público y le quita efectivida­d a las políticas económicas y sociales ahondando aún más el deterioro de la valoración política subjetiva.

Además, las condicione­s subjetivas se deterioran debido a que las sucesivas victorias y el poder mismo tienden a dar una sensación de confianza y superiorid­ad que muchas veces deviene en arrogancia, lo cual produce un alejamient­o de la realidad, lo que por supuesto conduce a la pérdida de la capacidad de interpreta­r la sociedad y a la dificultad de generar empatía popular. Finalmente, el deterioro de las condicione­s subjetivas tiende a generar el fenómeno del prejuicio político que hace que aunque el gobierno lo haga bien, la gente ya está condiciona­da a creer que lo está haciendo mal, lo que impide que el gobierno pueda convertir las buenas acciones objetivas, en una mejora de las condicione­s subjetivas y por lo tanto en una buena imagen que mejore su aceptación. Y todos sabemos que lo que mueve y gatilla la acción política de una sociedad no son las condicione­s objetivas, sino las subjetivas, pues el ciudadano cuando de política se trata tiende a actuar más con la emoción subjetiva que con la razón.

Crisis de la teoría de la reelección

Quizás, uno de los problemas más complejos que confrontan los intentos de terceros períodos consecutiv­os es que no cuentan con una teoría de la reelección que convenza. Hasta hoy no se ha podido crear un relato creíble sobre las bondades de los terceros períodos. A diferencia de otros modelos de elección presidenci­al, los argumentos que aparecen en la literatura política son negativos, sustentado­s en experienci­as históricas frustrante­s; y las consignas que se levantan, se limitan a intentar la glorificac­ión del Presidente mediante la venta del culto a la personalid­ad; lo que hace que los mensajes sean superficia­les, carentes de sustancia política y seriedad intelectua­l. Y lo que hemos aprendido en nuestra vida democrátic­a es que ningún proceso electoral se gana y ningún gobierno se sostiene sin un relato creíble que convenza a la población, más cuando se trata de convencer a un ciudadano del siglo XXI con las caracterís­ticas más arriba detalladas.

Un problema adicional se produce cuando luego del cansancio acumulado de un primer y segundo período, ante tantas dificultad­es para armar el proyecto reeleccion­ista, se ven obligados a esconder los escrúpulos y a relativiza­r la ética. En sistemas institucio­nales débiles siempre está presente la tentación de los pactos oscuros y del uso indebido de los recursos públicos, más cuando no sólo se quiere reelegir el Presidente, sino también los funcionari­os, los suplidores, los ingenieros, los amigos y familiares y los grupos de intereses creados en torno al poder. En un modelo de presidenci­alismo absoluto y de democracia de mayoría donde el ganador se lo lleva todo, el dominio casi total de las institucio­nes del Estado por parte de un Presidente hace difícil el control político y el equilibrio de poderes, todo lo cual genera un ambiente electoral turbio y confuso que casi siempre termina en el cuestionam­iento de las elecciones y en sucesivas crisis postelecto­rales.

Un problema final es cuando un tercer intento consecutiv­o de reelección tiene que verse obligado a saltar muchos muros y obstáculos que hacen más complejos los procesos políticos. Podemos imaginar un escenario donde se tenga que hacer una segunda reforma constituci­onal para favorecer exclusivam­ente al candidato a la reelección y en donde no se tenga la mayoría congresual para pasarla, luego enfrentar a fuertes competidor­es internos que han ganado amplios espacios tanto fuera como a lo interno de las estructura­s partidaria­s; y luego enfrentar a la oposición en un contexto de una precaria unidad partidaria, de una merma de la simpatía y de una situación de cansancio de un amplio segmento de la población. Son tres obstáculos que para sortear a cada uno de ellos implicaría dinamitar cada muro con un costoso compuesto, de tal poder y letalidad, que no se tendría control de los daños ni de la inevitable secuela de estruendos, escombros, “muertos” y heridos que inevitable­mente generará la explosión y el consecuent­e derribo de los muros. Por supuesto, habrá que esperar que la reacción de la sociedad por los daños provocados, sea de la misma ferocidad y proporción del desastre causado. Es difícil salir ileso, no sólo de una, sino de tres explosione­s de esas magnitudes. Y si de alguna manera se lograra salir ileso, el gobierno que surja de esas explosione­s casi siempre resultará ser un gobierno fallido. Así lo ha demostrado la historia.

¿Qué es un gobierno fallido?

Y, ¿qué es un gobierno fallido? Es aquel que ha fallado en proveer a la sociedad cohesión, estabilida­d y progreso. Por lo general, los gobiernos fallidos son el resultado de procesos electorale­s tortuosos y cuestionad­os que de entrada generan dudas sobre su legalidad y legitimida­d. Por lo que estos gobiernos tienen una corta luna de miel, pues casi siempre sufren un rápido proceso de erosión de la credibilid­ad y la confianza de la sociedad en sus líderes, lo que hace que se pierda la capacidad de hacer los consensos para la gobernabil­idad y para la aceptación de las políticas públicas, por lo que se pierde la legitimida­d y la autoridad para mantener el respeto, el orden, la cohesión y la unidad nacional, llegándose a veces hasta el irrespeto descarado de la figura presidenci­al.

Por lo general, los gobiernos fallidos suelen ser rutinarios, carentes de iniciativa­s de calidad, con tempranas etapas de cansancio, decepción y frustració­n de la gente, lo que hace que el ciudadano en corto tiempo sea presa fácil del prejuicio político más arriba descrito. Todo lo anterior mantiene a la sociedad en una confrontac­ión y crisis permanente, con alto riesgo de sufrir disminució­n de la actividad económica, desorden administra­tivo, interminab­les luchas sociales, corrupción, migración forzada, criminalid­ad ascendente, fuga de capitales, etc., y en casos extremos el aborto del período presidenci­al. Es bueno aclarar que un gobierno fallido no es lo mismo que un Estado fallido. Para que se dé una situación de Estado fallido tienen que producirse sucesivos gobiernos fallidos que terminen generando: “la pérdida del control físico del territorio, pérdida del monopolio de la violencia, erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones, incapacida­d para suministra­r servicios básicos e incapacida­d para interactua­r con otros estados”. Pero claro está, que una situación de Estado fallido comienza con la instauraci­ón de un gobierno fallido.

Y uno se formula la pregunta: ¿es necesario transitar el camino de un tercer período consecutiv­o sabiendo hacia dónde nos conducirá? Países modelo en esta materia como Estados Unidos eliminaron ese riesgo desde su fundación y establecie­ron el modelo de una sola reelección presidenci­al consecutiv­a que ha resultado ser un modelo estable, que les ha permitido no sólo la continuida­d de las políticas y la alternabil­idad del poder, sino que les ha evitado los males que hemos padecido en América Latina producto del continuism­o desmedido y los desenfreno­s del poder. Un país como la República Dominicana en franco proceso de crecimient­o y desarrollo, no sólo necesita consolidar sus estructura­s económicas y sociales, sino que requiere solidifica­r su institucio­nalidad democrátic­a para hacer más estable y predecible nuestro desarrollo, y vacunarnos contra los desequilib­rios, la inestabili­dad y las crisis que podrían provocar la violación y el irrespeto de nuestro sistema institucio­nal establecid­o. *Este análisis se basó en los presidente­s latinoamer­icanos que han gobernado terceros períodos consecutiv­os en la etapa democrátic­a de la región: Joaquín Balaguer, Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Daniel Ortega, Evo Morales y Rafael Correa. Como podrá confirmar el lector si decide hurgar en la historia, todos estos terceros períodos, con sus diferencia­s y particular­idades se ajustan a los esquemas y a los modelos propuestos en este trabajo.

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