Identidad
¿Quién dice la gente que soy yo?”, preguntó Jesús a sus discípulos camino a Cesarea de Filipo. ¿Necesitaba el Maestro saber lo que el pueblo pensaba de Él? Esta curiosidad se espera más de los seres inseguros, de quienes no se conocen a sí mismos. Para nosotros tal interrogante es válida y comprensible, pero jamás en Él. Entonces, ¿por qué deseaba saber Jesús lo que decían de Él los hombres del mar y de las aldeas? ¿Acaso desconocía su verdadera identidad, su propósito y naturaleza sobrenatural?
Ciertamente Jesús no preguntó para saber, sino para que sus seguidores sepan también quién era Él realmente. De modo que escuchó pacientemente las varias respuestas: “Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros, Elías; otros, Jeremías, y otros, un profeta de los antiguos que ha resucitado”. Jesús hizo, pues, la pregunta más importante: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. En seguida Pedro respondió con certeza sorprendente: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Jesús exclamó con regocijo: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.
La historia universal cuenta de seres excepcionales que han expresado quiénes son: Mahoma creía que era profeta, Buda se consideraba buscador de la verdad y Confucio solo pretendió ser un maestro sabio. Únicamente Jesucristo se declaró como el Hijo eterno de Dios; aquel Dios hecho hombre que murió en la cruz para perdonar el pecado de toda la humanidad, para que “todo aquel que en Él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”. (Ver: Mateo 16:13-17).