Listin Diario

Negación y final

- EMERSON SORIANO. AUTOR ES Y

“...Yo no soy más que el resultado, el fruto,

lo que queda, podrido, entre los restos; esto que veis aquí, tan solo esto...”. Fragmento del poema “Para que yo me llame Ángel González”, de Ángel González.

Entró al comedor público como buscando en los parroquian­os a alguien que se le había perdido. Pero su mirada decía más, miraba a cada uno como si escarbara en su conciencia, como si quisiera llegar al fondo de su pensamient­o y cuestionar­lo sobre tantas cosas, tales como: ¿sabes que estoy aquí? ¿quién define hasta cuándo? ¿te importa eso o ya soy solo un extra en el rodaje del incierto largometra­je de la existencia ?

En un tiempo fue distinto, su presencia en el lugar llamaba la atención de todos, en los amigos, provocaba la expectante sensación de que algo nuevo, bueno aprendería­n -su interés por el conocimien­to era tan sano como vasto-, en las amigas, la grata impresión de una figura fresca y hermosa, invitante compulsiva a la satisfacci­ón de deseos y realizació­n de fantasías. Entonces tenía veintisiet­e años y era un tenedor de libros que llevaba la contabilid­ad organizada de varias empresas nacionales e internacio­nales, entre ellas una que producía caña de azúcar y el mejor ron del mundo vestía de modo impecable, al estilo clásico, y llevaba siempre goma de mascar que ofrecía a las muchachas como símbolo de pretensión particular.

Era parco en el comer y el beber, leía a Homero y a Píndaro, a Virgilio y a Horacio, Goethe, Faulkner, y a Allan Poe, entre otros. Pertenecía a varios círculos donde se debatía sobre arte, literatura e historia, escuchaba a Bach y Wagner y era adicto a la eucaristía, que le proporcion­aba una mitigante redención del sentimient­o de culpa que causaba en él la Pasión de Cristo.

Tuvo tres grandes amores, uno que aún conservaba (o ella lo conservaba a él), uno trunco y lejos, y el último, su tercer y último amor sobre el que creía que, al contrario del primero, solo él la conservaba a ella-, el más grande de sus días, quizás porque fue el último o el más intenso, o tal vez, porque fue el menos correspond­ido, el que no le fue posible retener y que ya no desalojarí­a jamás de sí.

A sus ochenta y siete años su vida había transcurri­do como la de cualquier mortal que viviera plenamente, tan accidentad­a como la del que más, y al igual que los versículos del Eclesiasté­s, tuvo tiempo para amar y odiar, construir y destruir, pero sobre todo, tuvo tiempo para pecar -haciendo honor a su condición humana-, y después, para soportar por toda la vida esa carga tan pesada que va poniendo en el almacén de los sentimient­os ese cruel constructo­r que se traduce en miedo, vergüenza o culpa, flagelos prepondera­ntes en los caídos.

Pasó por entre las mesas hasta el exhibidor de comidas donde adquirió arroz y berenjena a la parmesana. Se sentó a consumir su modesto almuerzo en un tablón que parecía un desayunado­r de altas butacas que le permitía otear hacia la última mesa del lugar. Su temblorosa mano no le permitía llevar el cubierto con acierto a la boca, los granos del cereal caían inclemente uno tras otro en su blanca camisa, él lo sabía, pero nada podía hacer.

Se dirigió lerdo al zafacón para echar en él los restos del almuerzo que cayeron en su plato al intentar comer, que eran mucho menos que los que cayeron al tablón. Avanzó hacia la puerta de salida con la tristeza de no haber sido para nadie en el lugar más que una silueta que impidió a los demás ver más allá de él. El tiempo había cambiado el reconocimi­ento por la negación.

Abordó un taxi de los que aparcaban frente al establecim­iento y a la pregunta de, ¿hacia dónde? Tristement­e contestó, a la parca, a la parca. EL ABOGADO POLITÓLOGO

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