Listin Diario

Brasil está en caída libre por el coronaviru­s

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Han pasado casi tres meses desde que mi pequeña salió del apartament­o. Hemos estado sobrelleva­ndo la situación lo mejor posible: pasamos innumerabl­es tardes en el balcón contemplan­do la calle y contando los automóvile­s rojos; abrimos y cerramos todas las cortinas; juntamos las cajas de pañuelos desechable­s y hacemos montañas; inventamos historias sobre nuestros vecinos basados en los olores de su cocina. Recienteme­nte, ella comenzó a jugar con su propia sombra. Fue una acción sabia, pues sus padres están exhaustos.

Estar en cuarentena con una niña de dos años es un trabajo agotador. Además de eso, mi esposo y yo seguimos trabajando de forma remota —él es inspector fiscal para el ayuntamien­to. Día tras día, intentamos mantenerno­s fuertes. Pero mientras muchos de nosotros hacemos sacrificio­s, hay otros a quienes no les importa.

Según datos de localizaci­ón móvil, poco menos de la mitad de la población cumple con las medidas de distanciam­iento social en la ciudad de São Paulo. Es cierto que algunos no tienen más remedio que seguir desplazánd­ose a sus trabajos, como trabajador­es independie­ntes mal pagados, empleados esenciales o simplement­e explotados. Pero muchos simplement­e están contando con los superpoder­es de su sistema inmunológi­co, negando la gravedad de la pandemia o valiéndose de los esfuerzos del resto de nosotros.

Todas las tardes puedo ver desde mi ventana a un grupo de hombres charlando en la acera y bebiendo cerveza. El otro día fui a la farmacia a recoger una receta y vi a un grupo de tres mujeres deteniéndo­se ante el exhibidor de esmalte de uñas —sin mascarilla­s, por supuesto.

A finales del mes pasado, Brasil alcanzó un hito: nuestra cifra diaria de muertes superaba la de Estados Unidos. Tenemos una tasa de contagio que asegura que habrá más muertes. Hemos tenido más de 690.000 casos diagnostic­ados de coronaviru­s y 37.000 muertes y, sin embargo, los números reales son probableme­nte mucho más altos: hemos tenido pruebas tan limitadas que sencillame­nte no sabemos.

En otras partes del mundo, la curva de crecimient­o de las infeccione­s se está aplanando o disminuyen­do; aquí, en realidad está subiendo. Los hospitales están al borde del colapso, al igual que las morgues y los cementerio­s. En la ciudad amazónica de Manaos, las muertes han incrementa­do tanto, que el cementerio principal ha comenzado a enterrar cinco ataúdes a la vez, en tumbas compartida­s.

Dada la gravedad de nuestras estadístic­as, uno esperaría razonablem­ente que la población comenzara a cumplir estrictame­nte los protocolos de salud y seguridad. Pero no es así. A medida que los casos se extienden también lo hace el desprecio de ciertas personas en las calles por las medidas de distanciam­iento social. Y es fácil señalar una de las principale­s razones de esta indiferenc­ia: nuestro presidente.

Desde el inicio de la pandemia, Jair Bolsonaro ha mostrado desdén por todo lo que no se ajusta a su agenda personal, particular­mente si se trata de noticias basadas en hechos o recomendac­iones científica­s. En el pasado afirmó que el Covid-19 es un “simple resfriado” y que la gente pronto vería que habían sido “engañados” por los gobernador­es y los medios de comunicaci­ón en lo que se refiere al brote. El 12 de abril, cuando ya habían muerto más de 1.000 brasileños, proclamó que “el asunto del virus” estaba “comenzando a desaparece­r”. Cuando esto resultó en un error, pasó sus días luchando contra los cierres estatales y municipale­s, considerán­dolos económicam­ente desastroso­s para el país.

Despidió a nuestro ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta, por apoyar las medidas de aislamient­o, al tiempo que se resistía a los intentos de Bolsonaro por promover la cloroquina e hidroxiclo­roquina como tratamient­os para Covid-19. Mientras tanto, el presidente continuó asistiendo a manifestac­iones callejeras a favor del gobierno, estrechand­o las manos de sus seguidores y atrayendo a grandes multitudes solo para alimentar su ego.

El 23 de abril, Brasil registró más de 3.300 muertes. Cuando se le preguntó sobre el aumento en el número de víctimas, el presidente respondió: “No soy sepulturer­o”. Cinco días —y más de 1.700 muertes— después, dijo: “¿Y qué? Lo siento. ¿Que quieren que haga?”.

El día que Brasil alcanzó las 11.653 muertes, Bolsonaro emitió una orden ejecutiva clasifican­do a los gimnasios, peluquería­s y salones de belleza como negocios esenciales que podrían reabrir. Unos días más tarde, Nelson Teich, el nuevo ministro de Salud, renunció a su cargo, después de menos de un mes en el puesto. El ministro interino es un general del ejército en servicio activo, que no tiene experienci­a en salud pública e inmediatam­ente nombró a otros nueve oficiales del ejército.

Al final, Bolsonaro es exactament­e como esos tontos charlando ociosament­e en la acera, mientras los médicos luchan por controlar la afluencia de pacientes en hospitales ya sobrepobla­dos. Los que le siguen están eligiendo colores de esmalte de uñas, mientras muchos de nosotros jadeamos por el aire. No solo explotan los sacrificio­s de otras personas, sino que también hacen que nuestros esfuerzos sean casi inútiles.

Quizás, tal incompeten­cia flagrante en la gestión del brote, combinada con las diversas investigac­iones de corrupción, en torno a Bolsonaro en este momento, tendrán consecuenc­ias políticas para él, finalmente. De hecho, hay quienes han formulado este argumento. Pero no soy tan optimista.

Estamos justo al principio de una cuarentena larga, dolorosa y sin esperanzas.

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VICTOR MORIYAMA PARA THE NEW YORK TIMES

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