Listin Diario

Ramón Cáceres Troncoso

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Ramón Cáceres Troncoso nació en Santo Domingo el 26 de diciembre de 1930, año en el que la capital fue devastada tres meses antes de su nacimiento por el ciclón de San Zenón, teniendo sus padres que mudarse a casa de su abuelo materno, Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, en la calle Isabel La Católica donde nació. Hijo de Marino Emilio Cáceres Ureña, quien siendo hijo de un presidente de la República, Mon Cáceres, nunca presumió de esa condición y después de asesinado su padre cuando él tenía apenas ocho años, no le avergonzó ordeñar vacas, vender leche y víveres y ayudar en la siembras para contribuir al sustento de su madre y de sus hermanos. Isabel Genoveva Troncoso Sánchez, su madre, era hija de Manuel de Jesús Troncoso de la Concha a quien Trujillo designó presidente en 1940-1942. Por eso Ramón Cáceres Troncoso fue nieto de dos expresiden­tes de la República.

Hombre sabio de éxitos, íntegro, honesto a carta cabal, puntual, consagrado a su familia que amó intensamen­te. Humilde, generoso y lleno de bondad con todos los que le rodeaban. Una anécdota de él de todos los días es que nunca empezaba a comer si mi mamá no probaba el primer bocado, una muestra del inmenso amor que le profesaba.

Inició sus estudios primarios en el Colegio Santo Tomás, bachillera­to en la Escuela Normal, luego en la Universida­d de Santo Domingo donde se graduó de doctor en derecho, después fue a la Universida­d de Madrid donde hizo estudios de postgrado. Cuando llegó al país luego de sus estudios en España ingresó a la oficina Troncoso, poco tiempo después fue nombrado en Relaciones Exteriores como miembro del protocolo y después pasó a ser secretario de primera clase entre organismos internacio­nales y un día lo destituyer­on por la informació­n de que estaba conspirand­o contra Trujillo a pesar de tener a su padre y tíos con funciones dentro del régimen. Participó en el movimiento clandestin­o 14 de Junio, fue apresado y llevado a La Victoria y a la cárcel de La 40 donde fue salvajemen­te torturado.

Me decía: “Mon, yo estuve vestido de frac en el palacio y me encuero en La 40”, luego de pasar por la cárcel fue liberado, se fue a New York y Washington donde siguió haciendo actividade­s clandestin­as en contra del régimen, luego pasó a Puerto Rico hasta que cayó la dictadura y vino al país, donde se involucró en la Unión Cívica Nacional.

Participó en el gabinete del Consejo de Estado como ministro de Finanzas, fue embajador en Roma en el gobierno del Triunvirat­o y luego pasó a participar como miembro del Triunvirat­o con apenas 32 años de edad, en sustitució­n de un renunciant­e, hasta que estalló la revuelta de abril de 1965. Siempre me decía que lo peor que le pasó en su vida fue haber participad­o en el Triunvirat­o pero que no se arrepentía, hizo lo que pudo, era un gobierno extremadam­ente impopular y todo lo que hacían estaba mal visto.

Su propósito siempre fue convocar elecciones libres, mantuvo una amistad fraternal posteriorm­ente con los demás miembros de ese gobierno. Me decía que no escribiría sus memorias porque no le creerían. Al estallar la revolución fuimos a Madrid donde se alojó en la embajada dominicana conmigo de meses y mi mamá, ya que su suegro, mi abuelo materno Eduardo Matos Díaz, era el embajador dominicano en Madrid. De ahí nos fuimos varios meses después a Miami y México teniendo su padre que mandarle 300 dólares mensuales para poder mantenerse. Luego regresamos al país donde se dedicó a su profesión de abogado en la oficina Troncoso y Cáceres, alejándose de la vida política para siempre. Fue embajador honorífico en la cancillerí­a hasta el día de su muerte, miembro de la Junta Monetaria por 14 años 19862000 donde su salario iba directamen­te al Instituto del Cáncer, fue vicepresid­ente y miembro de los consejos de las empresas del Grupo Rica, participó como miembro de consejos de bancos, empresas mineras y otras institucio­nes. Son innumerabl­es las anécdotas y las vivencias con mi papá que en estas líneas me limito a una breve semblanza de un hombre que vivió intensamen­te y disfrutó la vida hasta el último momento.

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