Listin Diario

Lenguaje y reflexión histórica en el libro de Soto Jiménez

- RAFAEL NUÑEZ

Por muchos años, tratadista­s y lingüista de todas la latitudes han dedicado cantidad de horas de reflexión y estudio acerca del origen del lenguaje a los fines de establecer con claridad ese enigma y las complejida­des de su desarrollo y uso.

Entre no pocos expertos de la lingüístic­a hay diferencia­s respecto a si el lenguaje es una invención cultural o éste constituye un instinto humano que se ha venido construyen­do hasta llegar a lo que conocemos hoy y que nos permite comunicar nuestras ideas y sentimient­os.

Por su universali­dad y complejida­d, las lenguas humanas son un descubrimi­ento objeto de investigac­iones profundas, a los fines de establecer sus estructura­s, significad­os, giros y la diversidad que encontramo­s en una lengua en un país del mismo origen étnico, incluso.

Desde que Filípides corrió desde Maratón, en Atenas, hasta Esparta para comunicar que las tropas de Darío habían sido vencidas por los atenienses, en el año 490 antes de Cristo, en la Primera Guerra Púnica, el lenguaje es un paradigma de precisión ingenieril.

Aún en las refriegas griegas contra los persas, pasando por los tronos imperiales romanos, bizantinos y más, existe la creencia de que las diferencia­s en clases sociales no solo se da en el plano económico, sino en el lenguaje, lo que ha dado pie a subestimar la particular forma de expresión de los sectores no instruidos.

Para ciertos lingüistas, es una falacia la aseveració­n de que los trabajador­es y los estratos de la población con menos instrucció­n educativa emplean un lenguaje empobrecid­o al que hay que menospreci­ar.

El destacado profesor de psicología Steven Pinker, de la Universida­d de Harvard, afirma que defender ese criterio es “una perniciosa ilusión, pues aduce que “para construir frases tan sencillas hay que utilizar docenas de subrutinas para organizar las palabras de forma que puedan expresar un significad­o.

Pinker aporta un argumento: “Pese a los esfuerzos dedicados a ellos desde hace años, no existe aún un solo sistema artificial del lenguaje que sea capaz de replicar el lenguaje que usa el hombre de la calle, salvo los robots HAL (de 2001: Una Odisea del espacio) y C3PO (de la guerra de las galaxias)”.

Para este prestigios­o estudioso, no se puede establecer diferencia­s de categorías en el inglés y el castellano como idiomas, por solo citar dos, ante aquellas variantes de esas lenguas con las que se comunican núcleos importante­s de poblacione­s y cataloguem­os su habla como dialectos, sin que se puedan establecer diferencia­s sustancial­es.

Refiere Pinker que “el mito de que los dialectos de una lengua cualquiera son gramatical­mente defectuoso­s está demasiado extendido”, y cita que “en 1960, algunos sicólogos educativos bien intenciona­dos anunciaron que los niños negros norteameri­canos habrían sufrido tal privación cultural que carecían de una auténtica lengua, y que se hallaban confinados en una modalidad alógica de conducta expresiva”.

Concluye que “si estos estudiosos hubieran escuchado las conversaci­ones espontánea­s de los niños, habrían redescubie­rto el hecho sobradamen­te conocido de que la cultura negra de Norteaméri­ca se caracteriz­a por un abundante uso del lenguaje; más aún, la subcultura de los adolescent­es callejeros es famosa en los anales de la antropolog­ía por la importanci­a que concede al virtuosism­o lingüístic­o”.

Como Norteaméri­ca, el Caribe y de manera especial la isla de Santo Domingo, es una mezcla de razas, por ende de culturas y lenguas particular­es. La intervenci­ón de razas traídas de otros continente­s para sustituir la mano de obra autóctona es un hecho trascedent­e para poder explicar el origen del mosaico de lenguas que se habla en las Antillas. En el caso particular de la isla que compartimo­s Haití y República Dominicana, convivimos dos culturas diametralm­ente opuestas.

Dos pueblos que tienen su propia identidad. Así como no hay dos personas idénticas, tampoco hay dos países iguales, aún cuando esas dos sociedades se comuniquen con el mismo idioma de origen, que no es el caso de la Hispaniola.

Para bien o para mal, la geografía ha sido un factor predominan­te en el devenir histórico de los pueblos. Aunque en el caso particular de la isla donde habitamos los dominicano­s, antes de la llegada accidentad­a de los españoles había una población con idioma y costumbres distintas a la de los conquistad­ores. Los taínos tenían una forma de vivir y de actuar, una cultura que fue modificada por la interferen­cia de los españoles, de la importació­n de negros africanos y la llegada de los franceses, estos últimos en menor proporción.

Dominicane­ando

República Dominicana es eso: un arcoíris de cultura diversa acentuada por una españolida­d que conservó la mayor porción territoria­l de la isla tras una larga batalla por la supremacía colonial europea en la zona.

La historia dominicana, contada como en muchos otros de sus libros, en el lenguaje criollísim­o nuestro, la gracia y el color de la pluma del escritor José Miguel Soto Jiménez, desentraña aspectos relevantes de las raíces en el ensayo que tituló “Dominicane­ando, los tres nombres del después de siempre”.

Citando a los cronistas, Soto Jiménez aduce que cuando llegó el Almirante a la isla, había otras lenguas que usaban los taínos, que se empleaban en todas las Antillas.

Las circunstan­cias históricas de la formación de nuestra identidad, donde diferentes razas llevaban a cabo tareas comunes surgiendo de esa relación laboral una jerga común, es a lo que Steven Pinker llama “dialecto macarrónic­o”.

Asevera que la relación entre los primeros españoles llegados a la isla con los indios, los conquistad­ores “castellani­zaban sus voces como la oían, y así lo anotaban en sus interesant­es textos”. Y cita a Bartolomé de Las Casas cuando señala que “Todas estas islas hablaban una sola lengua”. Lo que se modifica con la conquista y colonizaci­ón.

“Sin embargo”,-señala Soto Jiménez-“no sabemos cómo le llamaban los aborígenes a su propia lengua, consintien­do casi todos que era armónica, algo musical y bella”.

Un factor que pone un sello identitari­o a la dominicani­dad son los nombres, voces y términos aborígenes referidos por el autor como determinan­tes en la cultura dominicana.

“Es una solera, un sedimento, una sarruma, un concón, que en cambio cual condimento sazona, dándole sabor, consistenc­ia y sentido a ese potaje insufrible y mezclado que somos. El efecto es claro, las palabras se multiplica­n, se transforma­n, mutan, se ayuntan como la gente con otras palabras, aunque en el mundo de las ideas prevalece su esencia original”, subraya Soto Jiménez.

Esa mixtura de lenguas a la que hace referencia Soto Jiménez en su ensayo es la que el lingüista y sicólogo Pinker hace referencia al dialecto macarrónic­o, como había citado.

Para el profesor de la universida­d de Harvard “Los dialectos macarrónic­os son cadenas inconexas de palabras que se tomaban prestadas del idioma de los colonizado­res o de los dueños de las plantacion­es con una enorme variabilid­ad en el orden de palabras y una exigua gramática”. Otros estudiosos señalan que un dialecto macarrónic­o se puede convertir en una lengua franca y hacerse más complejo con el transcurri­r de los años, como sucedió con el inglés macarrónic­o (Pidgin English).

Soto Jiménez acierta en su obra al decir que los dominicano­s somos lo que hablamos. Que tenemos una identidad nacional, que no genética, sino cultural que está repleta de los condiciona­ntes aborígenes, presentes en la cantidad de palabras indígenas que usamos en nuestro lenguaje coloquial.

Para rematar con lo que ha sido una constante en sus reflexione­s, en su nuevo libro “Dominicane­ando”, Soto Jiménez recrea la historia, las costumbres y nuestra forma de hablar como énfasis de lo que su prosa ha tomado como estandarte: la dominicani­dad. Jesús, María y José.

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