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Migrantes agrícolas le temen al virus

- Por PATRICIA MAZZEI nytweekly@nytimes.com nytweeklys­ales@nytimes.com

IMMOKALEE, Florida — Dentro de su hogar ordenado, un modesto apartament­o enclavado en un vecindario de trabajador­es agrícolas itinerante­s, Angelina Velásquez empacaba. Una bolsa de viaje medio llena yacía en el sofá, rodeada de ropa para doblar. La cosecha anual había terminado en Immokalee, la capital del tomate de invierno de Estados Unidos, y era hora de dirigirse al norte.

Velásquez, madre soltera de 52 años con dos hijas, no quería ir. No en el largo viaje en una van atiborrada a Nueva Jersey. No, en el abarrotada vivienda que compartirí­a con sus hijas, de 11 y 15 años, y otros jornaleros como ella, que pasarían el verano recogiendo moras azules. No, en un viaje en el que cada paso las pondría en riesgo de contraer el coronaviru­s. “Tenemos miedo”, confesó Velásquez. “Pero ¿a dónde me voy? Aquí no hay trabajo.

Velásquez y otros miles de trabajador­es migrantes se desplazan cada año, desde el sur de Florida por la Costa Este de Estados Unidos hacia el Medio Oeste, siguiendo la maduración de las frutas y verduras. Este año, muchos traerán el coronaviru­s con ellos.

Las comunidade­s agrícolas de Florida se han convertido en cunas de infección, alimentand­o un nuevo y preocupant­e aumento en el número diario de nuevas infeccione­s del estado, que ha alcanzado nuevos récords en los últimos días.

Las implicacio­nes van mucho más allá de Florida: el número de casos en lugares como Immokalee están aumentando, al tiempo que los trabajador­es agrícolas migran.

Las regiones agrícolas de Florida tienen un alto grado de riesgo incorporad­o. Los recolector­es de frutas y verduras trabajan cerca unos con otros en los campos, se trasladan en autobuses hombro con hombro y duermen en apartament­os o casas móviles con otros jornaleros o varias generacion­es de sus familias.

El gobernador Ron DeSantis, un republican­o, ha calificado el contagio en comunidade­s agrícolas como “el brote número uno” de Florida.

Se necesitaro­n muchas semanas para que una respuesta coordinada de salud pública tomara forma en Immokalee, que tiene una clínica financiada por el gobierno local, pero ningún hospital. Médicos Sin Fronteras, la organizaci­ón sin fines de lucro, llegó en abril para ayudar. Su centro de pruebas ambulatori­o se ha instalado dos veces en el mercado de pulga, cerca de la calle principal. “También estamos un poco sorprendid­os de que estemos aquí”, afirmó Jean Stowell, que supervisa el equipo nacional de respuesta al coronaviru­s de la organizaci­ón. “Sabíamos que la migración era un problema en EUA, que expondría a las personas a la vulnerabil­idad. Sabíamos que tendrían dificultad­es para obtener atención médica”.

Immokalee, una comunidad de 25.000 habitantes en el borde occidental de los Everglades, tiene más de 1.250 casos —más que Miami Beach, una ciudad tres veces más grande. El índice de pruebas positivas en el condado Collier, hogar de Immokalee, es del 11 por ciento, cerca del doble de la tasa del estado.

Laura Safer Espinoza, directora ejecutiva del Fair Food Standards Council, una organizaci­ón que trabaja con los cultivador­es y migrantes, afirmó que los empleadore­s agrícolas estaban, en gran medida, exentos de tener que compensar a los trabajador­es que se quedaban en casa enfermos, y que los empleados a menudo ignoraban sus síntomas y se presentaba­n a trabajar. “Hay mucho temor de perder un cheque de pago”, afirmó.

Aunque muchos son trabajador­es invitados con visas temporales, otros son indocument­ados, con poco acceso a la atención médica de rutina y un miedo arraigado a las autoridade­s. Pese a la penuria financiera, algunos residentes de Immokalee tienen tanto miedo de infectarse lejos de sus familias, que planean renunciar a la cosecha en el norte.

Alejandrin­a Carrera, una trabajador­a agrícola de 38 años, comentó que tenía previsto dejar a sus hijos al cuidado de su hermana. “Pero dedicí que mejor no”, manifestó.

La cosecha se dirige al norte, junto con las inquietude­s.

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SAUL MARTINEZ PARA THE NEW YORK TIMES

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