No hay cambio sin la cultura de #ElCambio
El grado de deterioro y atrofia de la sociedad dominicana que heredará el electo presidente Luis Abinader constituye el más demandante desafío recibido por gobierno alguno en la historia nacional.
Es, también, una provocación monumentalmente ofensiva. Obra de unos fundamentos contractuales del Estado de sociedad que fueron desmembrados durante esa deplorable y extendida praxis oficial de “laissez faire, laissez passer”. Llegamos así al borde del Estado inoperante, fallido, ríspido.
Desde el poder político y económico se articularon y legitimaron prácticas disgregativas; se desencadenaron los más depravados y ruines ataques contra las leyes y los derechos consagrados. Todo a contrapelo del ciudadano de bien, renegado a ingresar al terreno apabullantemente creciente de promiscuidad, vandalismo, corruptela y barbarie. Lo social deviene así en desatino mayúsculo, prohijado en una extendida connivencia en la Justicia frente a los actos ilícitos de los poderes.
Como método, corrompieron hacia abajo, creando centenares de direcciones generales; deseando quitar la presión a la lucha anti corruptela. Normalizaron el “Pagar o matar” y entregaron responsabilidades públicas ejecutivas sólo a los dispuestos a convivir en tal fango de agresión pública a lo público.
Soslayaron que la sociedad, como conglomerado regido por normas sobre la convivencia, la tolerancia, la seguridad vital y las interrelaciones con los demás y el medio ambiente —incluyendo el propio entorno social—, es el más preciado bien, la obra más acabada, fraguada por nuestra especie y nuestros prohombres durante su historia.
Como todo tiene consecuencia y por la ley de acción y reacción, hoy nuestra sociedad despeña hacia un previsible abismo, hacia una ostensible disolución como colectivo unánime, Estado, Leviatán. Saldo de gestiones de gobiernos que optaron por formar trillonarios al vapor. Tarea que implicó despreciar toda norma y circunspección; imponer modos violentos y delictuales de acción preferente ante lo público y lo nacional, desde arriba.
La designación de indigentes (económicos, educativos y éticos) en las funciones públicas nutrió ese ejército de funcionarios corruptos y, además, protegidos por una justicia necrótica y petrificada hasta la inoperancia. A estos, el apelativo “lumpemproletarios”, esbozado por Carl Marx, queda pequeño e insuficiente.
Es el modelo a romper porque estalló. Junto al reto económico, es la más importante tarea del próximo gobierno.
Si el molde que repite ese modelo no es roto, no habrá justicia en aplicar “justicia” a los gobernados. Perderá validación y sostenibilidad el derecho a ejercer la “coerción selectiva” sobre los ciudadanos.
Decimos que del regreso al imperio de la justicia y de lo ético dependen hoy la gobernabilidad y la gobernanza.
Y, también, la sobrevivencia de nuestra agrietada democracia.
Muchos políticos soslayan que la justicia es un producto cultural: sus praxis y fundamentos las nutren idearios y convenciones sobre la forma de vivir en sociedad, en una relación de causa-efecto.
La justicia es la garantía contractual del Estado, a ella la Cultura contribuye, caracterizándola, validándola, afianzándola.
Al hacerlo, acredita a la identidad y a los valores que socialmente compactan.
Urge, pues, orientar Cultura hacia las socionarrativas (incluyendo de justicia) que articule la administración del presidente electo Luis Abinader y Raquel Peña.
Porque no hay cambio sin cultura alineada hacia El Cambio.
Algo que todos ya deberíamos saber.