La ficción del asiático-estadounidense es fallida
Uno no nace asiático-estadounidense. Es una identidad que es inherentemente política y debe ser elegida. Antes de la universidad, nunca había escuchado el término, pero recuerdo el momento en que me convertí en un asiático-estadounidense.
Me crié en San José, California, a finales de los años 70 y 80, entre mexicoestadounidenses y blancos de clase trabajadora. Mi familia y yo éramos refugiados de Vietnam y su guerra, pero todo lo que sabía de la historia que nos había traído a Estados Unidos me lo contó Hollywood. Me avergonzaba ver a personas parecidas a mis padres reducidas a masas silenciosas, condenadas a ser asesinadas, violadas o rescatadas.
Cuando mis padres hablaban de los estadounidenses, se referían a otras personas, no a nosotros, pero yo me sentía estadounidense así como vietnamita. Mis padres podían usar la palabra “oriental” sin pena, pero yo no. Algo me parecía mal respecto a esa palabra, pero no sabía qué era hasta que estudié en la Universidad de California, en Berkeley. Allí aprendí de la Ley de Exclusión China, del confinamiento de los japoneses-estadounidenses, de la colonización de las Filipinas, de la anexión de Hawai, y de la olvidada presencia de inmigrantes coreanos e indios a principios del siglo XX, de los letreros que decían “No se admiten perros o filipinos”, y de las experiencias de los vietnamitas, camboyanos, laosianos y hmong durante y después de las guerras de Indochina.
Fue entonces que me convertí en asiático-estadounidense. Sentí rabia al aprender esta historia. Muhammad Ali dijo “escribir es pelear”. Yo quería escribir y pelear, sobre todo al descubrir que los asiático-estadounidenses desde finales del siglo XIX habían estado escribiendo y peleando en inglés: las hermanas Sui Sin Far y Onoto Watanna, Carlos Bulosan, John Okada, Frank Chin y Maxine Hong Kingston.
No sabía de ellos porque el racismo borra nuestra historia. Una solución es encontrar a otros, descubrir la fuerza de nuestras historias y números. En la universidad, descubrí que el término “asiático-estadounidense”
fue inventado en California por Yuji Ichioka y Emma Gee cuando formaron la Alianza Política Asiático-Estadounidense en 1968.
“Asiático-estadounidense” fue una creación, y los que dicen que no hay “asiáticos” en Asia tienen razón. Pero tampoco hay “orientales”, esas figuras fantásticas que existen en la imaginación occidental, como argumentó Edward Said.
Contra esta ficción racista y sexista hacia el oriental, se construyó la ficción antirracista y anti sexista del asiático-estadounidense.
Creamos una imagen. Y eso que creamos se vio marcado por una contradicción entre la aspiración y la realidad estadounidense.
Por un lado, los asiático-estadounidenses tienen mucho tiempo de insistir en que somos estadounidenses patriotas y productivos. Esta autodefensa a menudo apoya el mito de la minoría modelo y la idea de que los asiático-estadounidenses han tenido éxito en campos como la medicina y la tecnología porque llegamos con un alto nivel educativo y criamos a nuestros hijos para que trabajen duro.
Pero los asiático-estadounidenses también son recuerdos inquietantes de guerras que mataron a millones de personas y se generaron muchos refugiados. Han satisfecho la necesidad estadounidense de mano de obra barata y explotable desde trabajar en ferrocarriles hasta dar pedicures.
Estos roles que desempeñamos, y las contradicciones que representan, no van a ninguna parte.
Mientras Estados Unidos siga comprometido con un capitalismo agresivo en casa y el militarismo agresivo a nivel internacional, los asiático-estadounidenses seguirán siendo chivos expiatorios que representan amenaza y aspiración, un “peligro amarillo” inhumano y una minoría modelo sobrehumana.
Ninguna pretensión de pertenencia estadounidense pondrá fin a la vulnerabilidad de los asiático-estadounidenses al racismo y las convulsiones cíclicas de violencia. ¿Qué significa afirmar pertenecer a Estados Unidos? Si pertenecemos a EE. UU. entonces este nos pertenece a nosotros, todo, incluyendo su racismo sistémico anti-negro y su colonización de los pueblos indígenas y sus tierras.
Como ola tras ola de recién llegados a Estados Unidos, los inmigrantes y refugiados asiáticos aprendieron que absorber y repetir el racismo anti-negro ayuda en el proceso de asimilación. Y como los colonos europeos, los inmigrantes y refugiados asiáticos aspiran al sueño estadounidense, cuya narrativa de autosuficiencia, éxito y acumulación de propiedades se basa en el robo de tierras a los pueblos indígenas.
“Asiático-estadunidense” se ha transformado ahora en una ficción nueva: la comunidad asiático-estadounidense e Isleño del Pacífico (AAPI). Pero hay contradicciones inherentes a esta identidad. Los Isleños del Pacífico —hawaianos, samoanos, los chamorro de Guam— fueron y siguen estando colonizados por EE. UU., con Hawai y Guam sirviendo como sitios para importantes bases militares estadounidenses que proyectan poder en el Pacífico y Asia. No son solo los ferrocarriles y el confinamiento los que son el fundamento de la experiencia AAPI; también lo es la colonización de Hawai, disfrazada por la fantasía turística de una isla paradisiaca. Ahora aplaudimos las historias de éxito de los asiático-estadounidenses que son multimillonarios, políticos, estrellas de cine e influentes.
También deberíamos mirar hacia otros ideales: solidaridad, unidad y descolonización. La colonización y el racismo dividen y conquistan, diciéndoles a los subyugados que no tienen nada en común. Por eso la unidad es crucial. Esta es la única forma en que tiene sentido una coalición asiático-estadounidense-isleños del Pacífico: señalando el camino hacia alianzas con otros grupos, desde los afroamericanos hasta musulmanes, latinos y los LGBTQ. Los asiático-americanos son una identidad política entre las muchas que deben unirse para la descolonización.