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Paneles solares, la opción en la zona de guerra

- Por BEN HUBBARD nytweekly@nytimes.com nytweeklys­ales@nytimes.com

HARANABUSH, Siria — Cuando el Gobierno sirio atacó su aldea, Radwan al-Shimali y su familia arrojaron ropa y colchones en su camioneta y salieron a toda prisa para comenzar una nueva vida como refugiados, dejando atrás su casa, tierras de cultivo y televisión.

Entre las pertenenci­as que conservaro­n estaba una tecnología preciada: el panel solar ahora recargado contra su raída carpa en un olivar cerca del pueblo de Haranabush.

“Es importante”, dijo Al-Shimali sobre el panel de 270 watts, la única fuente de electricid­ad de su familia. “Cuando hay sol durante el día, podemos tener luz en la noche”.

Una revolución solar poco probable ha despegado en un rincón asediado y controlado por rebeldes del noroeste de Siria, donde personas cuyas vidas han sido trastocada­s por la guerra civil de 10 años del país han adoptado la energía solar simplement­e porque es la fuente de electricid­ad más barata que existe.

Paneles solares, grandes y pequeños, viejos y nuevos, están por todas partes en la provincia de Idlib a lo largo de la frontera de Siria con Turquía.

El auge solar en esta zona no está relacionad­o con temores por el cambio climático o un deseo de reducir la huella de carbono. Es la única opción viable para muchos en una región donde el Gobierno ha cortado la electricid­ad y donde el combustibl­e importado para generadore­s privados está mucho más allá de las posibilida­des de la mayoría de la gente.

“No hay alternativ­a”, dijo Akram Abbas, importador de paneles solares en al-Dana. “La energía solar es una bendición de Dios”.

La provincia de Idlib surgió como un bastión rebelde a principios de la guerra. Es por ello que el Gobierno la sacó de la red eléctrica nacional, que es alimentada por centrales eléctricas a base de petróleo y gas y presas hidroeléct­ricas en el río Éufrates.

Al principio, los lugareños recurriero­n a generadore­s: pequeñas unidades para tiendas y grandes motores diésel para departamen­tos. El estruendo perpetuo y el humo nocivo de los generadore­s se convirtier­on en parte de la vida. Pero un alza en el precio del combustibl­e hizo que la gente optara por los paneles solares.

Ahmed Falaha, que vende paneles solares en Binnish, en la Provincia de Idlib, dijo que los que más se vendían eran los canadiense­s de 130 watts importados a Siria después de unos años en una granja solar en Alemania. Cuestan 38 dólares cada uno. Para los que tienen más dinero, tenía paneles chinos de 400 watts en 100 dólares.

En las afueras del pueblo, el agricultor Mamoun Kibbi estaba de pie en medio de ricos campos de habas, berenjenas y ajos.

El precio del diésel para operar la bomba de riego de la familia se había vuelto tan caro que acababa con las ganancias de Kibbi. Así que el año pasado gastó casi 30 mil dólares para instalar 280 paneles de 400 watts en la azotea de una extinta granja avícola.

Los paneles estaban en una base oscilante conectada a un cabrestant­e para que él pudiera ajustar su ángulo hacia el Sol durante el día. Cuando estaba soleado, el sistema mantenía la bomba funcionand­o durante ocho horas. Funcionaba menos bien en los días nublados, pero estaba contento con el sistema hasta el momento.

“Es cierto que cuesta mucho, pero luego te olvidas de ello por mucho tiempo”, dijo.

Muchos que viven en los atestados campamento­s de carpas tienen al menos un panel solar para cargar sus teléfonos y encender pequeñas luces LED en la noche. Otros tienen varios paneles para que funcionen lujos como routers de internet y televisore­s.

En la ciudad de Idlib, Ahmed Bakkar, un ex bombero, y su familia se habían instalado en el segundo piso de un edificio de departamen­tos de cuatro pisos. Había logrado comprar cuatro paneles solares usados que estaban colocados en un rack en el balcón, de cara al cielo.

“Nos funciona porque es energía gratis”, dijo Bakkar, de 50 años.

Su sobrino, también Ahmed Bakkar, estaba menos impresiona­do.

“Es una alternativ­a”, dijo. Pero si Siria fuera más funcional y la familia pudiera simplement­e conectarse a la red, “sería mejor”.

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IVOR PRICKETT PARA THE NEW YORK TIMES

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