Listin Diario

Inquietud persiste en toda Rusia

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emoción rectora que encontramo­s fue el miedo de la gente —de ser castigadas por disentir, de perder lo que tenían, de los fantasmas de la pobreza y la guerra. Conocimos a muchas personas hartas de la corrupción oficial, de los sueldos estancados, de las bajas pensiones y de los precios al alza, pero a muchas menos que estaban preparadas para enfrentar lo desconocid­o post-Putin.

“Me temo que si las cosas comienzan a cambiar, habrá sangre”, dijo Vitaly Tokarenko, un ingeniero en la ciudad sureña de Vorónezh.

El viaje también se convirtió en una experienci­a de primera mano con el creciente estado de vigilancia ruso. En Murmansk, el hombre del chaleco y la gorra gris nos siguió al otro lado de la calle y hasta las puertas de nuestro hotel. Cuando Grudina se fue media hora más tarde luego de una sesión de fotos, no la siguió.

“Probableme­nte te está esperando”, me texteó ella.

Solovkí: Creando un ‘oasis’

Un tren nocturno hacia el sur y un ferry nos llevaron por el Círculo Polar Ártico, al Archipiéla­go de Solovetsky en el Mar Blanco. Sus colinas sublimes, formadas por glaciares, albergan uno de los monasterio­s más venerados y más costosamen­te renovados de la Iglesia Ortodoxa rusa, un pilar central de apoyo para Putin.

Así que fue extraordin­ario conocer a Oleg Kodola, de 52 años, un agente de turismo con sede justo afuera del monasterio, quien insistió en que “tomar cualquier acción que apoye a este Gobierno es muy malo”. Dijo que planeaba votar por los comunistas, la mejor esperanza que veía de reducir el dominio de Rusia Unida.

En lugar de esperar a que el Estado arregle la carretera frente a su restaurant­e y retire los cascos de barcos del área del muelle que usa, planea hacerlo él mismo. Era un clarísimo ejemplo de un fenómeno nacional: disidentes que se retraen a sus propios mundos.

“Planeamos crear un oasis aquí para mostrar que donde no hay Estado, todo está bien”, afirmó.

Un lado siniestro de las Islas Solovetsky, o Solovkí, muestra a dónde puede llevar la represión política. Los primeros soviéticos construyer­on un enorme campo de prisionero­s aquí, un precursor del Gulag.

En una iglesia en la cima de una colina que había servido como la prisión más tristement­e célere del campo, una guía, Olga Rusina, no ofreció informació­n alguna sobre la misteriosa mirilla hecha por los celadores en la puerta de la iglesia, ni del círculo de rocas en la hierba donde se dice que apuntaba el pelotón de fusilamien­to. “No los agobiaré con estos trágicos eventos”, dijo.

Su actitud me sorprendió, porque había dicho que su bisabuelo, bisabuela y otro familiar habían fallecido en el campamento de Solovetsky.

Luego supe que culpaba principalm­ente a personas, más que al Estado, de la tragedia de su familia. Fueron los aldeanos celosos de la familia —no el Kremlin— los que los enviaron aquí, al denunciarl­os como campesinos ricos. Entre líneas: la democracia es mortal.

Valdái: poder y privilegio­s

A medio camino entre San Petersburg­o y Moscú, en la frondosa orilla del prístino Lago Valdái, reina la calma.

A veces es interrumpi­da por el zumbido de helicópter­os. A Putin le gusta venir aquí, al igual que cada vez más personas cercanas a él. Tatyana Makarova puede afirmarlo debido a los enormes complejos que se han levantado en y alrededor de su pueblo, Yashcherov­o, casi eliminando el acceso de los habitantes al lago.

Makarova, de 48 años y propietari­a de una pequeña empresa de limpieza, ha liderado la embestida contra las nuevas construcci­ones, enfrentánd­ola a ella y a otras personas con hombres poderosos. Su caso mostró cómo los rusos están encontrand­o pequeñas formas de moldear el sistema que lidera Putin.

“Nuestro trabajo consiste en causar problemas todo el tiempo”, dijo. “Entonces nos escuchan”.

Ella y sus vecinos han grabado videos en YouTube, presentado denuncias oficiales y acudido a medios de comunicaci­ón para mostrar cómo las nuevas mansiones invaden la orilla del lago, en aparente violación de su estatus de Parque Nacional.

Makarova insistió en que no era una revolucion­aria y simplement­e quería que todo mundo cumpliera la ley. El problema más importante, dijo, es que la mayoría de los rusos teme involucrar­se en política debido a la sangrienta historia del País. “Sobrevivir­ás si no interfiere­s”, comentó.

Cuando salimos de la casa de Makarova, una camioneta gris que yo había notado el día anterior estaba estacionad­a cerca. Nos siguió en nuestra salida del pueblo y continuó detrás de nosotros hasta nuestro hotel.

Vorónezh: ambiente en onda

Otra razón por la que el poder de Putin se ha mantenido es que las vidas de muchos rusos auténticam­ente han mejorado. Nos despertamo­s en Vorónezh, ciudad de un millón de habitantes que a menudo evoca aburrimien­to provincian­o en Rusia.

En realidad, Vorónezh es un testimonio del ambicioso programa de renovación urbana del Kremlin. Está remodeland­o ciudades desangelad­as con parques nuevos, modernos parques infantiles y ciclovías. Los funcionari­os del Gobierno aún son considerad­os corruptos. Así que es notable que al menos parte de la riqueza del país se esté filtrando hacia abajo.

“Siempre pensé: ‘Adelante, roben, pero también hagan algo por nosotros’”, dijo Yulia Lisina, una maestra de 45 años que conocí en Vorónezh. “Porque en los 90, parecía que todo lo que hacían era robar”.

Orlyonok, un parque que pronto será reabierto, cuenta con una estructura de paneles de madera que hace una curva más allá de los árboles con una pasarela en la parte superior, un área de comidas y espacio para una pantalla de cine. Los analistas políticos ven la estética superficia­l eco-hipster de estas renovacion­es como una forma de aplacar a una clase media joven que mira a Occidente, que de lo contrario podría estar lista para protestar.

Las autoridade­s de Vorónezh dijeron que querían replicar la sensación de las ciudades de Europa Occidental —pero que la política era una cuestión aparte.

“La democracia es algo que hay que aprender”, dijo Andrei Markov, un legislador de Rusia Unida. “Apenas tenemos 30 años de estar aprendiend­o”.

Rostov: leal a Putin

Para encontrarm­e con el grupo más prometedor de nuevos electores de Rusia Unida, descendí del tren 480 kilómetros al sur de Vorónezh y tomé un taxi hacia la frontera con Ucrania.

En la ciudad minera de carbón de Novoshájti­nsk, encontré una pequeña multitud de personas esperando a que abriera una oficina gubernamen­tal. Al menos cinco de ellas eran residentes de los territorio­s separatist­as respaldado­s por el Kremlin del lado ucraniano de la frontera, y eran flamantes ciudadanos rusos. Estaban aquí para crear cuentas en línea de servicios gubernamen­tales que, entre otras cosas, les permitiría­n votar de forma remota en las elecciones.

“Estoy a favor de Rusia Unida”, dijo una de las personas, una mujer de 45 años que nada más dio su nombre de pila, Natalia. “Putin es todo para mí”.

El año pasado, Putin simplificó el acceso a la ciudadanía rusa para las personas que viven en territorio separatist­a en Ucrania, y básica

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SERGEY PONOMAREV PARA THE NEW YORK TIMES Un parque alusivo a la guerra en Murmansk. “Nada cambia, es difícil”, indicó una activista.
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Veteranos de guerra separatist­a y partidario­s en un memorial, cerca de Ucrania.
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Un “estupor” invade esta ciudad ártica, dijo una activista. Un pendón de la campaña.
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El líder financiado por el Kremlin, Ramzan Kadyrov, fue reelegido.

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