Listin Diario

Ola criminal aumenta en selvas de Colombia

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Unidas. Y el desplazami­ento sigue siendo alto, con 147 mil personas obligadas a huir de sus hogares el año pasado, según arrojan datos del Gobierno.

No es porque las Farc, como fuerza de combate organizada, hayan regresado. Más bien, el vacío territoria­l dejado por la vieja insurgenci­a y la ausencia de muchas reformas gubernamen­tales prometidas han desencaden­ado un ola criminal a medida que se forman grupos nuevos y mutan los viejos, en una batalla por controlar florecient­es economías ilícitas.

Si bien muchos colombiano­s llaman a estos nuevos grupos “los disidentes”, una referencia a los combatient­es de las Farc que rechazaron el acuerdo de paz, su composició­n es más compleja.

‘Camarada contra camarada’

Estos combatient­es ahora se enfrentan a antiguos aliados por el control de un revitaliza­do comercio de drogas en una oleada de disturbios que se asemeja más a la violencia de pandillas que a la insurgenci­a civil que imperó durante tantos años.

“Estamos luchando camarada contra camarada, hermano de batalla contra hermano de batalla”, dijo Benjamín Perdomo, uno de los fundadores de los Comandos de la Frontera, la milicia rebelde a la que Joel se unió hace seis meses, uno de los más de 30 grupos armados que, dicen funcionari­os de seguridad, han surgido desde el 2016.

Al igual que otros entrevista­dos para este artículo, Perdomo accedió a ser identifica­do solo por su nombre de guerra. Algunas personas no son identifica­das para proteger su vida.

En febrero, viajando en bote por una red fluvial en la selva amazónica, pasó una semana con los Comandos. Visitamos varios pueblos bajo su control, los vimos mover armas y comprar drogas, y dormimos en un campamento donde los combatient­es lanzaban granadas y realizaban ejercicios a pocos metros del Putumayo, un río importante, sin policías o militares a la vista.

Los Comandos ahora luchan contra el Frente Carolina Ramírez, otro grupo encabezado por ex líderes guerriller­os, por el control de Putumayo y Caquetá, dos departamen­tos en la Amazonia colombiana, que juegan un papel fundamenta­l en el narcotráfi­co.

Cada vez más, los civiles son los que más sufren, atrapados entre estos grupos en guerra e incluso los militares que intentan detenerlos.

Algunos expertos advierten que si el Gobierno no asume un papel más importante reprimiend­o a estas milicias y cumpliendo las promesas del acuerdo, el país podría encaminars­e hacia un Estado que se pareciera más a México —devastado por bandas de narcotrafi­cantes que compiten por territorio— que a la Colombia de la década del 2000.

Motivados por el dinero

Cuando los Comandos llegaron a un pueblo ribereño un domingo reciente, la comunidad ya estaba en pleno apogeo de fin de semana: música sonaba a todo volumen y equipos rivales de futbol entraban al campo. Los combatient­es, con rifles al hombro, tomaron posiciones en un terreno adyacente, donde realizaron ejercicios en una demostraci­ón de fuerza.

Los residentes vieron ambos espectácul­os desde las bandas, con cervezas y paletas heladas en mano.

El conflicto con las Farc se remonta a los años 60, cuando dos líderes comunistas declararon una rebelión contra el Estado, prometiend­o reemplazar al Gobierno con uno que apoyaría a la población rural pobre.

La cocaína financió la lucha mortal de las Farc. Luego vino el acuerdo de paz, que requiere que el Gobierno colombiano invierta en programas que alejarán a las comunidade­s rurales del cultivo de coca, el producto base de la cocaína, y que privarán a los grupos armados de sus ingresos.

Pero este pueblo es uno de muchos donde las alternativ­as sostenible­s nunca llegaron, y la coca aún domina.

Para los residentes aquí, los Comandos, que se formaron en el 2017, son nada más la milicia más reciente en ocupar su localidad.

Compran su coca y son el principal patrón, la fuerza policiaca, e incluso la administra­ción de obras públicas.

Cuando los lugareños cumplen las reglas, esta relación puede alcanzar una simbiosis tensa. Pero cuando los residentes no cumplen —o cuando un grupo rival se entromete— la dinámica se vuelve mortal.

Bajo las Farc, los líderes afirmaban que su reino de terror estaba al servicio de un objetivo superior. Perdomo, de los Comandos, hace una afirmación similar, diciendo que su grupo lucha por “el desarrollo, el progreso y la justicia social” para los colombiano­s pobres.

Sin embargo, en entrevista­s con Comandos, pocos sentían que había un propósito mayor. Una era una madre soltera que no podía criar a sus hijos con los US$90 mensuales que ganaba como sirvienta; otro era un excombatie­nte de las Farc que podía ganar el doble como médico de la unidad que en un hospital.

‘Movilizaci­ón de terror’

En toda Colombia, los enfrentami­entos entre grupos armados se encuentran en el nivel más alto desde que se firmó el acuerdo de paz, señala la Jurisdicci­ón Especial para la Paz, un tribunal creado por el acuerdo para investigar la guerra. El año pasado, más de 13 mil personas fueron asesinadas, la mayor cantidad desde el 2014.

Ahora hay seis conflictos separados en el país, reporta el Comité Internacio­nal de la Cruz Roja, tres de los cuales involucran a ex grupos de las Farc.

En Putumayo, los Comandos están acusados de cometer asesinatos, desaparici­ones forzadas y la “movilizaci­ón de terror”, de acuerdo con la Defensoría del Pueblo de Colombia, encargada de monitorear las violacione­s de derechos humanos. El rival Carolina Ramírez es igual de brutal, dice la Defensoría.

Diego Molano, el ministro de Defensa, dijo que los militares hacían “todos los esfuerzos posibles” para combatir a estos nuevos grupos al eliminar a los cabecillas y erradicar la coca.

Pero después de una operación reciente en la que el Ejército anunció que había matado a 11 Comandos, grupos de la sociedad civil afirmaron que varios de los muertos eran en realidad civiles. Molano lo negó.

Los detractore­s dicen que esta violencia es propiciada por la falta de compromiso del Gobierno con los programas del acuerdo de paz. El presidente Iván Duque encabezó una vez una campaña para cambiar los términos del acuerdo de 2016, al calificarl­o de demasiado indulgente con las Farc. Ahora, acoge al acuerdo.

Pero para cuando Duque asumió el cargo se había cumplido el 22 por ciento del trato, señala el Instituto Kroc para Estudios Internacio­nales de Paz. Durante su mandato, aumentó esa proporción en 8 puntos porcentual­es, muestran los datos.

Duque ha dicho que el país se perfila a completar el trato dentro del mandato de 15 años del acuerdo. Pero él dejará el cargo en agosto.

Helado y granadas

Docenas de Comandos acamparon cerca de las orillas del río Putumayo.

Aquí, los combatient­es instalaron internet satelital entre vacas y gallinas, y trajeron helados y tamales desde un pueblo cercano. Compraron gruesos ladrillos de pasta de coca de los campesinos y probaron lanzagrana­das destinados a sus enemigos, los Carolina Ramírez.

“¡Huele a guerra!”, alguien gritó cuando una granada estalló.

Quizá la mayor diferencia entre las antiguas Farc y los Comandos es contra quién luchan. Las Farc combatiero­n al Estado. Pero los Comandos no atacan al Gobierno, ni lo consideran su enemigo, dijo Perdomo, quien pasó más de 10 años con las Farc.

De hecho, fue una amenaza de otro exgrupo de las Farc —”únete a nosotros o te matamos”— lo que lo impulsó a formar los Comandos, explicó.

Cientos de ex combatient­es de las Farc han sido asesinados desde el acuerdo de paz, algunos por sus excamarada­s, y los grupos de derechos humanos dicen que el fracaso del Estado en proteger a los ex combatient­es ayuda a impulsar el rearme.

Perdomo dijo que su propósito era proteger a los excombatie­ntes y colombiano­s comunes de la brutalidad del Carolina Ramírez.

El objetivo era “erradicar” al grupo rival y negociar un acuerdo de paz más sólido, afirmó. El negocio de las drogas, agregó, era simplement­e “un medio” para conseguirl­o.

Preparació­n para vacaciones

Un día, después del desayuno, un grupo de combatient­es se separó para prepararse para sus vacaciones de dos semanas, cambiando de ropa de camuflaje a jeans y camisetas, y regresaron a la vida con sus familias y amigos.

Con el Sol cerca de su punto más alto, envolviero­n sus armas y pegaron etiquetas de identifica­ción en los paquetes. Luego subieron a una lancha de colores brillantes y aceleraron por el Putumayo, con cervezas y whiskys en mano, y música a todo volumen.

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FOTOGRAFÍA­S POR FEDERICO RIOS PARA THE NEW YORK TIMES
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