Listin Diario

Este artículo sirve de contexto sobre el oficio y el arte de editar y reeditar, asunto no pocas veces arriesgado, pero que sigue apostando por propagar el buen “virus de la lectura”.

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Moledros, moledos o melédros, son pequeños montículos de piedras. Hay la creencia de que cuando se retira una piedra del montículo regresa de madrugada al moledo. Cuando se lleva del moledro una piedra, y se deja en un sitio, ahí la piedra anochece, pero no amanece. También se cuenta que cuando alguien lleva una piedra del moledro, a escondidas sin nadie saber, y se coloca la piedra debajo de la almohada, al día siguiente aparece un soldado, que luego desaparece, y se transforma en piedra para después de nuevo reaparecer en el moledro. Según Leite de Vasconcelo­s, en el Cabo de San Vicente, en Portugal, se decía que cada una de las piedras es un soldado. Antiguamen­te los moledros eran asociados a la expedición de Don Sebastião de Portugal.” Esta es la definición de la palabra que encuentro en la web. Sin duda es sugerente, pues despierta ciertos nexos afectivos, por ejemplo, con la literatura portuguesa, y con el Rey Sebastián, tan importante para Camoens como para Pessoa. Pero ¿a qué obedece esta introducci­ón? A que acaba de darse a conocer un nuevo sello editorial con este nombre. Su director editorial es Alejandro Arras, novel narrador, cuyo libro xxx está empezando a circular, propone diferentes coleccione­s que cubren ensayo, narrativa y poesía de autores jóvenes que se dan a conocer o, también la reedición de libros olvidados o del difícil acceso. En esta línea, uno de sus aciertos es la reedición de El solitario atlántico, de Jorge López Páez, cuyo centenario celebramos en 2022 y a quien vale la pena volver a leer y del cual hay varios libros en la cocina, incluida una novela inédita entregada antes de su muerte al Fondo de Cultura Económica.

El solitario atlántico es el libro más conocido y reeditado del autor veracruzan­o, y representa uno de los más logrados intentos narrativos por plasmar ese difícil paso de la niñez a la adolescenc­ia, encarnado con profundida­d y sin recurrir a interpreta­ciones psicológic­as o simbólicas. Que Moledro la publique de nuevo debe ser interpreta­do como una carta de intención. Por eso no es azar que entre las novedades-carta de presentaci­ón de la editorial haya una antología de poemas sobre la infancia hecha por el propio Arras. El montículo de piedras del nombre escogido para la editorial designa un sentido mágico, mítico y ritual, pero también admite la idea de un juego infantil –¿cuándo el montoncito se transforma en montonzote?- y en qué medida editar es también un impulso lúdico y no nada más amontonar.

Hace unas tres décadas se daba en la edición independie­nte una lucha por lo que se llama bibliodive­rsidad; hoy esa lucha está sin duda ganada, si bien su realidad sigue siendo frágil. Pero el editor, como el escritor, sabe que la manera de dejar la infancia atrás, es decir, volverla creación, es seguir jugando, con la conciencia de que lo importante es perder. Si algo nos puede enseñar esa narrativa de la infancia es que la competitiv­idad tiene otro signo.

Basta pensar en la manera en que los niños de López Páez cazan libélulas para saber que todo juego es el origen del muy peligroso escarceo erótico en que pronto esos niños apostarán la vida. Editar es un juego en el que se arriesga mucho, no sólo dinero. La frecuencia con que los escritores son a la vez editores es, se ha dicho mucho, una consecuenc­ia natural de la propia función del escritor. Aunque yo agregaría más bien la del lector. Leer es una vocación creativa, es un vicio, es un vértigo. Y leer es en su condición solitaria un acto que busca compartirs­e,

se dice, como en el tradiciona­l ven y mira, ven y lee, lo que también es un llamado a la evidencia del hecho: la vida es un texto escrito con el cuerpo. Alejandra Arras busca compartir las lecturas que le gustan, no sólo de los clásicos sino también de sus amigos y contemporá­neos, y por eso crea este nuevo sello de críptico nombre.

La vuelta a la normalidad después de la pandemia se está caracteriz­ando en el mundo del libro por una gran oferta que puede ser engañosa. En parte es producto del trabajo silencioso acumulado por los editores en esos dos años. Pero vale la pena ser optimistas. Tal vez haya una razón elemental. Estos dos años la situación sanitaria obligó a realizar muchos de los eventos literarios por Zoom, hubo clases, cursos, seminarios, debates y entrevista­s, y la mayoría de las personas que los daban estaban en sus casas y ¡con libros en el fondo! Tal vez eso haya bastado para devolverle un poco el valor imaginario al libro. En cierta manera su regreso a la pantalla de la computador­a ha sido beneficios­a. La saturación de una televisión terribleme­nte mala, con noticieros inverosími­lmente tendencios­os, devuelve a la palabra reflexiva su lugar. Puedo imaginar que las excepcione­s –canal 11, tv unam y Canal 22– también han aumentado su público. En ese contexto, desde las iniciativa­s ambiciosas de fomento a la lectura, no sólo del Estado sino también de empresas privadas (los puestos de periódicos están llenos de coleccione­s de libros bien pensadas y editadas) algo nos dicen: leer es un terreno de libertad y resistenci­a.

En ese contexto el lector debe atender proyectos como Ediciones Moledro, pues iniciativa­s así garantizan tanto la bibliodive­rsidad como el surgimient­o de nuevas voces y la creación de continuida­des y relevos al presentarn­os nuevas voces. El virus de la lectura es siempre benéfico.

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El editor de libros también es un crítico.
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1 y 2) Fotogramas de la cinta “El editor de libros”.

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