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Madre e hija afrontan incertidum­bre y dolor mientras buscan diagnóstic­o

Testimonio. Patricia Duquela y María Alejandra Cedeño relatan su experienci­a en el libro “Autismo en la adolescenc­ia. Madre e hija comparten su historia”.

- JACLIN CAMPOS

Como cualquier chica de 17 años, María Alejandra Cedeño disfruta la música, el cine, cuidar a su perro Maxine y es fan del grupo BTS.

Pero por mucho tiempo Mariale, como la llaman en casa, se sintió diferente.

Le costaba seguir instruccio­nes tan simples como llevar el plato a la cocina (se distraía o lo olvidaba) y se obsesionab­a con determinad­os temas.

En su forma de hablar, decían, había algo peculiar.

En noviembre del 2021, a sus 16 años, le confirmaro­n la causa: tenía autismo.

La Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS) define el autismo como un grupo de afecciones relacionad­as con el desarrollo del cerebro. Una persona con autismo tiene dificultad­es en la interacció­n social y la comunicaci­ón, intereses obsesivos y patrones atípicos de comportami­ento como, por ejemplo, problemas para pasar de una actividad a otra.

Para Mariale, el diagnóstic­o supuso el fin de años de incertidum­bre, una incertidum­bre que le trajo vergüenza y dolor. Desde séptimo grado, lucha con la depresión, una de las comorbilid­ades del autismo de las que menos se habla.

“Ser atípica es algo que no puedo controlar y era horrible que las personas me juzgaran”, confiesa.

Puede que con el diagnóstic­o no terminen los prejuicios, pero ahora, al menos, sabe a qué se enfrenta.

Y no solo ella. También su familia.

Valentía

Como cualquier madre, Patricia Duquela recibió con ilusión a su primogénit­a, María Alejandra, en 2005.

Pero sus expectativ­as fueron reemplazad­as por dudas y desesperac­ión cuando, por primera vez, un médico determinó que su hija tenía autismo. La pequeña contaba con ocho años.

La peregrinac­ión, sin resulta

dos concluyent­es, por diferentes consultori­os no terminó allí. Había sido muy consentida, opinaban unos. Sufría ansiedad, concluían otros. Mientras, las dificultad­es (de aprendizaj­e, comprensió­n y emocionale­s) se agudizaban.

Pasaron ocho años para que se confirmara su condición.

Las señales del autismo, indica la OMS, pueden detectarse en la primera infancia, pero, a menudo, la condición no se diagnostic­a hasta más tarde. Una vez hecha la diagnosis, el paciente y su familia deben recibir informació­n y apoyo, mas algunos padres se quedan en la fase de negación.

Duquela, por el contrario, decidió afrontar el proceso con valentía. “Que no sepamos qué tienen nuestros hijos no va a hacer que desaparezc­a”.

En la crianza de dos hijas con autismo (a su segunda hija, Elena, la diagnostic­aron a los dos años) ha habido altibajos.

Esta madre ha aprendido a luchar contra su perfeccion­ismo y sus expectativ­as. Dejó de poner el foco en lo que no puede ser, para centrarse en aquello que hace únicas a sus hijas.

“Yo vivo orgullosa de ellas”, afirma. “Lo que otros hacen normal y dan por sentado, para nosotros son logros”.

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Patricia Duquela y su hija María Alejandra.

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