La acechanza como agravante
Hoy me refugio en un recuerdo de mis tiempos de penalista. Defendía un caso de asesinato, en el cual resultaba acusado un hombre joven, verdadera leyenda del trabajo.
Su reputación de cabeza de familia admirable era por todos reconocida. Hijo de un matrimonio ejemplar que a la hora de la muerte de su padre, se hizo cargo de seis hermanitos y una viuda virtuosa, incapaz de sobrellevar aquella carga. Levantó su familia propia; en fin, un hombre de bien en la comarca.
Un día, por desgracia, asistió a una “vela de canto”, recordatoria de un anciano amigo de su padre. Allí se congregaron moradores de la comarca a comentar las virtudes del difunto. Llegó un momento inesperado de desencuentro violento entre algunos de los asistentes.
El asunto se tornó peligroso, aunque no salieron armas a relucir, y mi defendido mediaba para separar a los violentos; resultó que también fue insultado y ofendido por dos hermanos de mala fama, que no sólo a él ultrajaban, sino que se permitieron hacer menciones dolorosas de su padre fallecido, acusándole de haber sido un “ladrón inservible.”
Aparentemente, la trifulca terminó y cada quién salió para su casa. Uno no lo hizo, mi defendido, pues se detuvo al llegar a la cañada en su regreso y aguardó el paso de los hermanos que regresaban acompañados de una pariente. Se dio entonces el encuentro fatídico y mi defendido, muy ofendido, increpó a los dos violentos hermanos por el insulto a la memoria de su padre.
Salieron a relucir las armas blancas y sus resultados dolorosos: en el caso, los dos hermanos fueron muertos y quedó herido gravemente mi defendido. La mujer, aterrorizada por el pleito, salió ilesa, naturalmente; su papel en el juicio fue servir de testigo de la ocurrencia.
Llegó, de consiguiente, el juicio criminal de asesinato, sólo porque se había dado la base jurídica eficiente de la espera, que figura como Agravante del Homicidio bajo la denominación de Acechanza, según el Artículo 298 del Código Penal, aún vigente, que reza:
“La acechanza(sic) consiste en esperar, más o menos tiempo, en uno o varios lugares, a un individuo cualquiera, con el fin de darle muerte, o de ejercer contra él actos de violencia.”
El juicio resultó interesantísimo, porque me dediqué a sostener mis puntos de vista acerca de la agravante de la Acechanza; sostuve que, en realidad, no se daban las condiciones de la agravante sólo por la simple espera en los lugares; que no hubo ventaja en las armas, sino, por el contrario, eran dos a quienes aguardaba; que no hubo ocultez ni sorpresa, sino un desafío abierto, limpio, en circunstancias críticas, por ser dos sus adversarios. Hubo palabras ásperas, además, intercambiadas entre los contrincantes; sobre todo, que la queja airada del ofendido era honorable por defensiva de la memoria de su padre. Se expuso a morir por defender esa memoria, para él sagrada. La testigo ofreció lealmente su relato.
En suma, mi discurso de cierre resultó de tres horas, porque mis ataques a ese tipo de agravante, de origen germano, no era aplicable, porque más bien, en el caso, había rasgos equivalentes a lo que sería un duelo desigual; que los atributos personales reconocidos en juicio favorecían al acusado, porque los testimonios sobre su hoja de vida, ofrecidos por respetables moradores de la comunidad, así lo habían certificado. En fin, una defensa extensa y, según muchos, elocuente, pero en vano.
Perdí el caso en primer grado; treinta años fue el castigo impuesto, en medio de lamentos de un público que le había dado ganancia moral de causa. Apelé, desde luego, y en la alzada se repitió el drama. Lo curioso fue que, luego del fallo, los jueces me invitaron a uno de sus despachos y me felicitaron por la defensa; la habían comprendido, pero el texto escrito no daba margen para reducir el Asesinato a Homicidio.
Les dije que mis alegatos no eran improvisados, que esa era una posición asumida desde el tiempo de aula; que mi profesor Damián Báez compartía la preocupación de que pudieran resultar castigados como asesinos hombres dignísimos, especialmente de nuestros campos, que se trababan en verdaderos duelos de honor; naturalmente en lugares despoblados, pero que se debatían sin odiosas ventajas de nocturnidad y bosque para asalto, sino que eran verdaderos caballeros que exponían sus vidas para lavar ofensas de igual a igual.
Los jueces se agradaron de mis antecedentes honrados en la sustentación de la tesis; creo que por ello me dieron una especie de excusa y reconocieron la idoneidad de mi posición. Uno se animó a decirme: “Prepárese una conferencia; así talvez se podría despertar una reforma de esa noción de agravante; basta la premeditación del Homicidio para dar paso al crimen mayor de Asesinato.”
Era un tiempo político duro; mi defendido, muy decepcionado, rogó que no se intentara el recurso de casación; estaba decidido a cumplir la pena; sentía que había cumplido su deber al defender a su padre.
Muchos años después, supe que fue merecedor de indulto y emigró no sé a dónde.
Los jueces todos están muertos, como los representantes de las tribunas de acusación, y yo, desde aquí, en las dimensiones en que se encuentren, les digo: Francia, en su modernísimo Código suprimió la agravante de Acechanza. Siento, talvez, que gano aquel caso inolvidable ante mis lectores, que serán mis jueces.
Es fascinante recibir tal reconocimiento, tanto tiempo después.