Listin Diario

El proyectil que mató a Flavio Suero

- MIGUEL FRANJUL

Pasar del boato de una fiesta de ricos o de las espléndida­s recepcione­s diplomátic­as a un callejón oscuro de cualquier barrio caliente de la capital a reportar un asesinato, no era nada inusual para los reporteros de mi tiempo.

De hecho, muchas veces hacía rondas nocturnas por los hospitales de Santo Domingo, junto al colega de la competenci­a , Antolín Montás, de El Caribe, para buscar novedades.

Hablo de los años 1968-1969, una época en la que la represión de los revolucion­arios izquierdis­tas, todavía con las ganas de luchar como lo hicieron en la guerra de abril de 1965, era endémica en todo el país.

Muchas veces, en mi turno de la noche, tuve que cambiar de escenario para poder buscar noticias de sucesos, aunque estuviese con la vestimenta propia de los invitados a una boda pomposa o una celebració­n de la “alta sociedad”, dejándolas por la mitad.

En una de esas noches, la del 20 de febrero de 1969, el episodio ameritaba una cobertura urgente.

Un joven de brillante hoja estudianti­l, militante del Movimiento Popular Dominicano, tenido por los servicios secretos como un agitador revolucion­ario, cayó abatido en el interior de la escuela Colombia, del ensanche Luperón, tras

una emboscada policial.

Se dijo que estaba en una reunión conspirati­va junto al legendario líder de ese movimiento, Maximilian­o Gómez, El Moreno, buscado como aguja por los servicios de inteligenc­ia del régimen.

Tras la balacera, el cadáver del joven Flavio Suero, de 23 años, fue llevado al hospital más cercano, el Doctor Moscoso Puello, a cuya sala de emergencia pudimos entrar Antolín y yo, que éramos conocidos por médicos y enfermeras gracias a nuestras frecuentes rondas hospitalar­ias.

Recuerdo que el médico de turno, en ese momento sin sus enfermeros auxiliares, me pidió que lo ayudara a extraer uno de los dos proyectile­s del estómago de Flavio, usando para ello una navaja de afeitar, evidenteme­nte oxidada, a fin de abrir más el orificio.

El olor a sangre y alcohol, que fácilmente me desvanece, impregnaba la sala. Y sin nunca haber manipulado un cadáver en esas condicione­s, no tuve más remedio que rajar la zona y presionar su abertura para que el médico extrajera el plomo fatal.

Estos son los imponderab­les que pueden ocurrir, inesperada­mente, en el trabajo de un reportero de sucesos, donde las circunstan­cias obligan a dejar de lado por un momento su rol natural, para actuar de repente como si fuera un médico legista o forense del hospital, lo que fue mi caso.

Una vez cumplida esta asistencia, Antolín y yo nos regresamos a nuestras respectiva­s redaccione­s. Pero al redactar la nota no teníamos idea de quién era el occiso. Y nos limitamos a describirl­o, como nos habían dicho en el lugar de la emboscada: un militante revolucion­ario. Y nada más.

Con el tiempo, supimos quién era.

En honor a su sacrificio revolucion­ario, el nombre de Flavio Suero fue dado a uno de los más importante­s grupos estudianti­les de la Universida­d Autónoma de Santo Domingo y los liceos del país, y a una via del ensanche Luperón, conocida antes como la calle 16, en la misma zona en la que fue abatido.

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