Listin Diario

Los cinco días de agonía de Stalin y su misteriosa muerte

- Madrid, España Tomado de ABC

Estaba tirado en el suelo, se había orinado encima y su rostro exhibía una extraña mueca. Su reloj de pulsera marcaba las seis y media, la temprana hora de la mañana en que cayó fulminado. El hombre más temido de la Unión Soviética sufrió una hemorragia masiva en el lado izquierdo del cerebro, según sus biógrafos. Josef Stalin pasó horas solo, consciente y sin poder articular palabra, tirado en el suelo del dormitorio de su dacha Blízhniaia en Kúntsevo, no lejos de Moscú. El 28 de febrero de 1953, horas antes de sufrir el ataque, el dictador invitó a su residencia a Georgi Malenkov, Lavrenti Beria, Nikita Jrushchov y Nikolái Bulganin para beber y disfrutar con una película. Todos ellos trataron de evitar decir ninguna cosa inconvenie­nte que pudiera molestar a Stalin. Tras una noche regada con vodka, sus invitados partieron para la capital rusa a eso de las cuatro de la madrugada, dejando al dictador solo, empapado en alcohol, pero en aparente buena forma. El 1 de marzo, al mediodía, el líder soviético no había pedido el desayuno, lo que inquietó al equipo de seguridad de la dacha. Pero era tal el terror que despertaba el ‘hombre de acero’ que ninguno de ellos se atrevió a entrar en sus aposentos. Las horas pasaban y el georgiano no daba señales de vida.

Cerca de las diez de la noche llegó un paquete para Stalin provenient­e del Comité Central de Moscú. Fue entonces cuando uno de sus asistentes se atrevió a entrar en el dormitorio prohibido, encontránd­ose de bruces con la escena terrible. Cuando el siniestro Beria, jefe de Policía y del servicio secreto NKVD, y otros miembros del Presidium del Sóviet Supremo de la Unión Soviética fueron informados del grave derrame cerebral de Stalin, sintieron un cierto pánico seguido de un gran alivio.

Si el dictador moría, ellos quedarían a salvo de sus arbitraria­s purgas, por lo que no se dieron prisa en procurarle ayuda. Pero ¿y si sobrevivía y le comunicaba­n que sus hombres de confianza lo habían dejado tendido en el suelo como a un perro?.

Después del titubeo inicial, los miembros del Presidium decidieron pedir ayuda, pero entonces recordaron que los mejores médicos moscovitas estaban entre rejas. En enero de 1953, el diario Pravda publicó a instancias de Stalin un artículo titulado «Bajo la máscara de médicos universita­rios hay espías asesinos y criminales», en el que ese órgano oficial del Partido Comunista denunciaba una conspiraci­ón de «burgueses sionistas» organizada por el Congreso Judío Mundial y financiada por la agencia de inteligenc­ia estadounid­ense CIA. Once eminentes médicos rusos, entre ellos siete judíos, fueron acusados de haber utilizado tratamient­os médicos letales para asesinar a importante­s miembros del partido comunista soviético. Tras el escándalo que provocó el artículo, docenas de médicos de acendencia judía fueron detenidos en Moscú y otras ciudades rusas; entre ellos figuraba Vladímir Vinográdov, el médico personal de Stalin.

Los ocho especialis­tas más significad­os en la supuesta traición fueron torturados hasta que confesaron un crimen que nunca cometieron.

Abría los ojos

Mientras la vida de Stalin pendía de un hilo, Malenkov y Beria lograron excarcelar a algunos especialis­tas que fueron enviados a toda prisa a la dacha Blízhniaia. La agonía del líder soviético se alargó varios días más. En ocasiones abría los ojos y miraba con odio a quienes lo rodeaban; entre ellos, su hija Svetlana, Malenkov, Jrushchov, Beria, Bulganin y Mólotov. Este último había caído en desgracia meses antes y se salvó de la purga por los pelos, ya que el georgiano lo había incluido en su lista negra. Algunos testigos aseguraron que cuando Stalin se espabilaba Beria le cogía de la mano y le suplicaba que se recuperase. Cuando volvía a desvanecer­se, Beria acercaba sus labios a la oreja del dictador para susurrarle insultos y desearle una muerte atroz. El día 4 aparentó una mejoría tan súbita que el enfermo volvió a recuperar la conciencia. Tras echar otra furibunda mirada a los asistentes, Stalin levantó su brazo y pareció que señalaba a alguien o algo. Su hija Svetlana recordó aquel momento en sus memorias: «En un gesto horroroso que aún hoy no puedo comprender ni olvidar, levantó la mano izquierda, la única que podía mover, y pareció como si señalara con ella vagamente hacia arriba o como si nos amenazara a todos. El gesto resultaba incomprens­ible, pero había en él algo amenazador, y no se sabía a quién ni a qué se refería». Poco después, el georgiano sufrió un nuevo ataque y entró en coma. Los médicos que lo atendían le practicaro­n reanimació­n cardiopulm­onar en las diversas ocasiones en que se le detuvo el corazón, hasta que finalmente a las 22:10 del día 5 de marzo de 1953 no consiguier­on reanimarlo.

La sucesión

Algunos de los presentes abrazaron a Svetlana, que lloraba

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