Lecturas de domingo
desconsoladamente la pérdida de su padre. El cadáver de Stalin fue trasladado a Moscú y colocado en un catafalco en la Plaza Roja, a la que fueron llegando miles y miles de moscovitas que querían ver sus restos. «Los miembros del Presidium se sintieron conmocionados.
Se había terminado todo un periodo de sus vidas. Solo uno de ellos, Beria, se comportaba como una pantera a la que se hubiera soltado de la jaula», recuerda el historiador británico Robert Service, autor de Stalin: una biografía.
Había mucho que hacer y el jefe del temible NKVD marcó el ritmo de la sucesión. Pero de poco le sirvió a Beria tanto desvelo. Meses más tarde fue ejecutado por traidor. El sucesor de Stalin fue Malenkov, aunque poco después el trono pasó a Jrushchov. Sesenta y cinco años después de su fallecimiento se estrenó en España la película La muerte de Stalin, del director británico Armando Iannucci, en cuyo reparto brilla el actor Steve Buscemi dando vida a Jrushchov. La comedia de Iannucci refleja a un Stalin paranoico y sanguinario que atemorizaba a los que se veían obligados a estar cerca de él. Sus biógrafos recuerdan que su gélida mirada hacía temblar a los hombres más duros.
Fallos de memoria
En 1950, la salud del dictador comenzó a deteriorarse. En aquel entonces tenía setenta años y su memoria comenzaba a fallar. Se agotaba fácilmente y su estado general empeoró tanto que su médico personal, Vinográdov, propuso un tratamiento radical para combatir la hipertensión aguda que sufría el dictador. También le pidió que dejara parte de sus actividades en manos de algún colaborador de confianza. Pero el paranoico Stalin no se fiaba ni de su sombra.
En octubre de 1952 se celebró el XIX Congreso del PCUS, en el que el líder de la Unión Soviética insinuó sus deseos de no intervenir militarmente en el exterior. Sorprendentemente, en aquella ocasión Malenkov se atrevió a contradecirlo, afirmando que para la URSS era vital estar presente en todos los conflictos internacionales apoyando las revoluciones socialistas.
Nuevos zares y purgas
Por primera vez en muchos años, el Congreso apoyó las intenciones de Malenkov y no las de Stalin. Fuera por esa razón o por otras, lo cierto es que, tras ese revés político, el dictador tomó la determinación de reanudar las purgas, lo que alertó a Jrushchov, Beria y al resto de los miembros del Politburó. Ninguno se sentía a salvo de las manías del dictador. A partir de 1948, cuando se acentuó su soledad, Stalin se sentía cada vez más aburrido, aunque nunca dejó de estar atento al nido de víboras que había creado a su alrededor. Fue por esas fechas cuando decidió recluirse en su dacha de Kúntsevo, donde se mantuvo hasta que falleció. En 1956, durante el XX Congreso del Partido, Jrushchov lo acusó de haber liquidado a los mejores camaradas del Ejército y de falsificar la historia del Partido, lo que provocó un terremoto en el Comité Central. En 1961 se ordenó sacar el cuerpo de Stalin del Mausoleo de la Plaza Roja para enterrarlo fuera del muro del Kremlin y se rebautizó la ciudad de Stalingrado como Volgogrado, dos medidas que dieron por concluido el culto reverencial al ‘hombre de acero’.
Sobre su muerte sigue habiendo diversas teorías. En 2003 un grupo de historiadores rusoestadounidenses afirmó que su fallecimiento fue causado por una dosis letal de warfarina. Se trata de un medicamento anticoagulante para prevenir la formación de trombos y embolias, que en grandes dosis puede causar apoplejía a la persona que lo ingiere. Sin embargo, cinco años después, el jefe del Archivo Estatal de Rusia, Vladímir Kozlov, calificó de «falacias» las suposiciones de que el dirigente soviético hubiera sido envenenado.