Listin Diario

La mujer y los 2 gladiadore­s

En el sitio hay tres restos. Están cerca del pórtico del anfiteatro y fueron identifica­dos como dos gladiadore­s y una joven dama romana que parece de buena posición, engalanada con sus joyas.

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AL ARQUEÓLOGO GIUSEPPE FIORELLI SE LE OCURRIÓ, AL ENCONTRAR HUECOS EN LA CENIZA QUE SE CORRESPOND­ÍAN CON LOS ENTERRADOS EN ELLA, LLENAR ESOS HUECOS CON YESO

LÍQUIDO. diadores y una joven dama romana que parece de buena posición, engalanada con sus joyas. Yacen los tres juntos, sorprendid­os allí por la nube mortal que mató al menos a un tercio de los 15.000 habitantes de la ciudad. Y como al fin y al cabo soy un novelista con tendencia natural y profesiona­l a imaginar y contar historias, no puedo evitar detenerme en ésa. En convertirl­a de algún modo en mi episodio favorito, el más interesant­e de cuantos tuvieron lugar en Pompeya ese trágico día que Plinio el Joven, testigo presencial, relataría en dos cartas al escritor Tácito: «Una densa nube negra se cernía sobre nosotros y nos seguía como un torrente… Muchos rogaban la ayuda de los dioses. Otros creían que ya no había dioses en ninguna parte y que esa noche sería eterna y la última del universo».

Así que vámonos allí, a Pompeya. Mientras la densa nube negra se cierne sobre la ciudad y la gente huye y muere entre lava y cenizas, yo, el novelista, imagino por mi cuenta la historia que deseo imaginar. El relato ficticio, o tal vez no tanto, de la mujer joven y rica y los dos gladiadore­s. Ella, quiero suponer —nada puede oponerse a que así lo haga— es esposa de algún alto funcionari­o del estado, o quizá de un comerciant­e con dinero, mercader de cueros o vinos que la ha rodeado de lujo y cubierto de joyas. Vive en una espléndida villa de las afueras y no le falta de nada excepto lo que a escondidas encuentra en un hombre que no es su marido: un gladiador fuerte, duro, silencioso, al que por primera vez vio cubierto de sudor y sangre, con el que mantiene citas clandestin­as cuando el marido está de viaje o ella va a la ciudad con cualquier pretexto. Un hombre rudo, elemental, tal vez ni siquiera inteligent­e, que quizás no valga para otra cosa que para matar en la arena y complacer a mujeres que le den a cambio un puñado de sestercios.

La mañana de la erupción, del desastre, intuyendo la tragedia que se avecina, la mujer se carga con sus joyas más valiosas y corre en dirección contraria a la de la multitud fugitiva, al lugar donde su instinto la guía: el cuartel de los gladiadore­s, en busca del único hombre en el que en un desastre confía. Lo encuentra, al fin, cuando en compañía de un camarada pretende abrirse paso hacia la costa. Y así, reunidos los tres, caminan bajo el cielo negro, resguardán­dose con los mantos de la lluvia de cascotes y cenizas, flanqueand­o los dos hombres a la mujer que los retrasa pero a la que protegen, espada en mano, de los atropellos de la multitud aterroriza­da. De ese modo caminan casi a ciegas, hasta que una nube más oscura, tóxica y ardiente los alcanza. Y en los últimos segundos, antes de que la noche los abrace a los tres para inmoviliza­rlos juntos durante dos mil años, ella mira a los dos hombres duros, estoicos y callados, resignados por oficio a su suerte, y piensa que nunca habría encontrado mejor compañía para morir.

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