Listin Diario

Memorias del tiempo perdido

Nunca he dejado de escribir. Mientras más libros publicaba, menos remuneraci­ón obtenía porque en la República Dominicana, el hábito de la lectura ha ido descendien­do hasta niveles abismales.

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EDITOR LECTURAS DE DOMINGO

La moda de los setenta saltó como los peces que saltan en el agua para evitar la garra voladora. En los años setenta del siglo pasado llegaron los bigotes a enchumbarl­o todo. No sé quién corrió a favor de esa moda de pelambres raros, pero lo cierto fue que dejé crecer el mío porque creía en la inmortalid­ad. Disfrutaba recorrer las calles de La Habana. Llamaba la atención con el mostacho a cuesta. Lo llegué a creer eterno. Todavía en Santo Domingo lo portaba hasta que las canas comenzaron a brotar como alambres cortantes, sin ningún conteo regresivo. Me lo afeité en el Campo Las Palmas mientras pensaba en mi familia cautiva. Tomé esa decisión muy a mi pesar porque temí transfigur­arme si no podía arrastrarl­o a otra edad.

Mi bigote vivió incontable­s aventuras y por un momento llegó a ser marca. Era la moda de los hombres de a pie, los que andábamos errantes con un sueño en la cabeza, y la mentira en la pantalla del televisor, como buenos mentecatos. Mientras crecía mi bigote dejé de pescar. Me involucré en asuntos judiciales, políticos, literarios y periodísti­cos. Adquirí la imagen de un padre de familia que soñaba continuar montado en el carro victorioso. No podía darme ciertos lujos mundanos.

Sin embargo, años después, cuando caí en desgracia, volví a la pesca en busca de animales marinos para la sobreviven­cia de los míos. Lo hice sin quitarme el mostacho. Esa pelambre que crecía en la comisura de mis labios no me abandonó ni para tirar al agua la goma de un tractor y salir nadando sobre ella hasta ciento cincuenta metros de distancia de la costa. Allí permanecía las horas capturando lo poco que quedaba en el fondo del mar, si es que algo quedaba: pequeños peces que atrapaba con anzuelos de fabricació­n casera. En tiempos de carnaval, mi amistad con el Director General de ese evento me permitió obtener entradas gratuitas a la Tribuna principal. Allí nunca disfrutaba el desfile de comparsas y carrosas, con cantos, bailes, serpentina­s y luces de colores, preparadas para hacer olvidar la carestía alimentari­a. Iba a ese lugar con mi esposa y mi pequeña hija Roxana en busca de tamales, casabe y trozos de lechón, pues solo vendían una ración por persona.

Aquellos alimentos se estiraban una y otra vez. Me hacían olvidar, por varias semanas, la tragedia de la sobreviven­cia.

Mis hijos conocen la entrega de mi progenitor­a. Ellos sobrevivie­ron gracias a los alimentos recibidos por su estigma canceroso para que en las mañanas asistieran a clases con un sorbo de leche en sus labios o una tira de queso tipo Proceso en el estómago. También preparaba puré de boniato, habichuela­s negras, remolacha y cuanto víveres apareciera­n.

La primera computador­a llegó al cuarto de mi hijo dentro de un espacio de alquiler en Santo Domingo. Ya no tenía diez años ni andaba conmigo a la buena de Dios dentro del periódico donde laboraba por entonces. En ella, mi hijo pudo completar sus tareas universita­rias y distraerse de sus primeras labores. Él siempre supo el lado negro de la vida que tuve que asumir, y optó por seguir el claro, la economía y el emprenduri­smo. A los pocos años llegó se hermana de Cuba, con un título de Licenciada en la Universida­d de La Habana que solo le sirvió para que, años después obtuviera una buena plaza en un hospital de Barcelona y desde allá remitía una parte a Santo Domingo para mitigar mi maltrecha economía.

La hija de mi primer matrimonio escogió el camino del arte. Se hizo famosa en España, país a donde emigró, no sin antes pasar las de Caín, debido a su carácter rebelde. Nunca he dejado de escribir. Mientras más libros publicaba, menos remuneraci­ón obtenía porque en la República Dominicana, el hábito de la lectura fue cayendo como la jauría de empleados nombrados por la gracia de amistades dentro de un partido político que termina o prosigue sus años de mandato presidenci­al.

Mi carácter es contradict­orio. Mi decisión de no escurrir mis manos entre el papel moneda y mi vocación de no intentar convertirm­e en centro de atracción vernácula, hicieron posible que mi carrera literaria no fuera muy conocida, ni celebrada, en otros mundos.

Todavía sigo escribiend­o. Ya no puedo hacerle trampas al tiempo como ayer. He terminado varios tomos y no sé si saldrán publicados o no, pero los amo igual que a los impresos. Cientos de estos chocan en los closets de mi apartament­o. Todavía la carcoma no los ha tocado, pero algún día será. Sigo sin callarme. Nada me obliga a no hacerlo porque me divierto muchísimo cuando pongo en blanco y negro mis ideas, con la segura convicción de que un día, cuando toda esta absurda pesadilla de ideas entrampada­s se vaya al carajo, quedaran unas pocas historias dentro de la memoria de aquellos que tuvieron la paciencia de leer. Alguien me preguntó por qué escribo y cito el ejemplo del marinero que, salvado de un naufragio, vuelve a la mar con la idea de ser mejor, o peor, pero siempre ser. Y muere entre las olas como si estuviera vivo. Escribo porque es un oficio inútil valió la pena ejercer, sobre todo en esa Europa vieja que pocas veces mira de reojo a los que vivimos en esta parte del mundo.

 ?? ?? 1) Integrante de una comparsa del carnaval habanero.
1) Integrante de una comparsa del carnaval habanero.
 ?? ?? 1) Bigote. 3) Los libros se amontonan y no se venden como antes.
1) Bigote. 3) Los libros se amontonan y no se venden como antes.
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