Lecturas de domingo
cio Hofburg para refugiarse de una fuerte tormenta, y allí halló el tesoro. «Deambulando por las salas, centró su atención en un objeto singular; sobre un manto de terciopelo rojo se le ofrecía la visión de una reliquia cristiana de gran poder místico perteneciente al tesoro imperial de los Habsburgo: la lanza de Longinos». «Se trataba de una punta de hierro de poco más de cincuenta centímetros de largo. La hoja estaba partida y presentaba una reparación con un alambre de plata. En el centro podía apreciarse la cabeza de un clavo y una banda de oro con la inscripción ‘Lancea et Clavus Dominus’ (la lanza y el clavo del Señor). En su base se observaban unas pequeñas cruces de bronce», explica el periodista. Hitler quedó fascinado por el objeto y se obsesionó con su historia, la cual investigó junto a su entonces gran amigo Walter Johannes Stein.
Según explicó Stein en los años posteriores, Hitler le desveló sus obsesiones y él no pudo más que quedarse asombrado con la enorme ambición del joven Adolf. «Estaba convencido de que tenía un alto designio que cumplir. La posesión de la lanza sagrada podía ser el instrumento necesario para hacerlo realidad. El experto en ocultismo no tomó demasiado en serio a aquel artista fracasado, pero años más tarde aquellos delirios de grandeza se harían tristemente realidad», expresa el experto.
Robada dos veces
Casi tres décadas después, en 1938, Hitler ya se había convertido en el líder del nazismo y de toda Alemania. Sin embargo, y a medida que su poder iba en aumento, sentía una necesidad cada vez mayor de poseer la lanza. La opción le cayó encima durante el ‘Anschluss’, la conquista de Austria. «En la tarde del 14 de marzo de 1938, Hitler entraba acompañado del jefe de las SS, Heinrich Himmler, con quien compartía, aunque en menor medida, el interés por el ocultismo, en el Palacio Hofburg», destaca Hernández.
El deseo del líder nazi estaba a punto de hacerse realidad. «El ‘Führer’ se dirigió a la sala en donde se custodiaba la deseada lanza. Himmler salió de la sala, dejando a solas a Hitler con la mítica reliquia. Allí permaneció más de una hora, ensimismado en sus pensamientos delirantes, alimentados por la visión de la Lanza que ya estaba en su poder. Su sueño megalomaníaco se había cumplido», apunta Hernández.
Hitler se propuso llevarse la lanza del museo, sin que pareciera un robo, a Viena. Y, para conseguirlo, tuvo una idea curiosa: la confiscó como respuesta a una petición oficial realizada en Berlín por el burgomaestre de Núremberg, Willy Liebel. En parte tenía sentido, ya que había salido de allí menos de dos siglos antes. Tras conseguir su objetivo, ahora los nazis debían proteger la lanza hasta que llegara a Alemania junto a las 31 piezas del tesoro austríaco que robaron. Tardaron nada menos que cinco meses en organizar el viaje. «Se requirió el empleo de un tren blindado, especialmente preparado para el traslado del valioso tesoro y que contaba incluso con aire acondicionado. El 29 de agosto el producto del saqueo nazi salió de la estación Oeste de Viena en el más absoluto secreto. Fue transportado hasta Núremberg en el tren especial, siendo escoltado en todo momento por tropas de las SS», concluye Hernández.