Listin Diario

El albornoz de Somerset Maugham

Los hoteles lujosos, igual que los antros más infectos, no eran novedad en aquellos años tempranos, cuando no pretendía escribir historias de ficción y me limitaba a ser un reportero que leía libros

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NADIE ME LO DIJO NUNCA TAN BIEN COMO ORIANA FALLACI —YA ESTABA ENFERMA— DURANTE LA PRIMERA GUERRA DEL GOLFO: «ARTURO, ESCRIBIR NOVELAS EN SERIO FATIGA Y MATA MÁS QUE LAS

BOMBAS». hotel habitual de Nápoles frente al Lungomare, el castillo y la bahía que se extiende azul bajo el Vesubio, hasta Capri. Visto un albornoz blanco y corrijo el noveno capítulo de una novela de la que llevo escritos dos tercios, pienso en Llop, en Marías y en Maugham —su relato El collar de perlas vale por toda su obra—, y cumplo con el ritual, homenaje a mis amigos y al lector de mi infancia y juventud, incluso al novelista ingenuo que en otro tiempo fui. Pero soy consciente de que también ahora, como cuando era niño, estoy jugando —incluso la guerra, cuando fui reportero, ofrecía asombrosos ángulos de juego, aunque esto no viene ahora al caso—. Y lo soy porque llevo treinta y ocho años escribiend­o novelas y sé que éstas, o al menos las mías, no se escriben de verdad en terrazas de hoteles de lujo, sino en la soledad intensa de una habitación o una biblioteca: con el trabajo constante de seis a ocho horas cada día, procurando mantener la concentrac­ión, la disciplina obsesiva, el estado de gracia que, si no se altera con turbacione­s, influjos o injerencia­s, jornada tras jornada permite avanzar en la historia que tienes en la cabeza y que poco a poco, con mucho trabajo y esfuerzo, toma forma a cada teclazo, a cada palabra, a cada frase, a cada página escrita. Nadie me lo dijo nunca tan bien como Oriana Fallaci — ya estaba enferma— durante la primera guerra del Golfo: «Arturo, escribir novelas en serio fatiga y mata más que las bombas».

Pese a todo, el juego sigue. Y eso es lo que más me gusta de mi oficio. Y no se trata de vestir el albornoz de Somerset Maugham —lo de las mujeres hermosas ya es asunto de cada cual—, sino de la maravillos­a oportunida­d de vivir vidas pasadas, futuras, propias, ajenas, y ponerlas a disposició­n de cientos de miles de lectores que las vivirán contigo. Escribir una novela es multiplica­r tu existencia; administra­r el éxito y el fracaso, la fealdad y la belleza, la vida y la muerte; codearte con amigos leales y hacer frente a enemigos perfectos; vivir episodios imposibles a tu edad o con tu forma de vida; ser joven o viejo, audaz, valiente, miserable o cobarde según las necesidade­s de la trama; sentir esas existencia­s imaginadas, a esos personajes hombres y mujeres como si fueras tú mismo; repetir cosas que hiciste o hacer las que no hiciste nunca: triunfar, fracasar, seducir, amar, odiar, torturar, matar, ser héroe o villano, y tal vez ambas cosas a la vez. Ajustar cuentas, en fin, con el mundo y con tu vida. Quizá tengas 72 años y ya no puedas pegarte con un fulano en un tugurio de Beirut, beber la última botella de Vranac en Sarajevo o levantar una chica guapa en Sorrento, pero escribir una novela ofrece la posibilida­d de hacer todo eso y mucho más, con los únicos límites de tu imaginació­n y tu talento. Disfrazart­e cada día, como cuando eras niño, de lo que nunca fuiste ni serás, o de lo que fuiste y ya no volverás a ser.

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