Médico sabe cómo la edad pasa factura
cerebrales y más indicios de pérdida de memoria y posible demencia. Para escuchar los latidos del corazón de Nancy, Bob usó un estetoscopio adaptable que había comprado unos años antes, cuando su propia audición comenzó a deteriorarse. Últimamente, podía detectar síntomas de su envejecimiento en la debilidad que abrumaba sus manos y en sus errores ocasionales con los nombres de sus pacientes, incluso cuando podía recordar décadas de sus historiales médicos.
Cada dos o tres meses, reunía a sus socios médicos para preguntarles si habían notado alguna señal de incompetencia. “Tienen que prometerme que serán honestos conmigo si alguna vez ven algo que les preocupe”, les dijo.
Ross había superado la esperanza de vida promedio al nacer de un hombre estadounidense, 73 años, que era más de lo que anticipó estar vivo. Sus padres murieron antes de los 60 años, su madre de cáncer cuando Ross estaba en la preparatoria y su padre de un infarto unos años después. Uno de sus hermanos sirvió 20 años en el ejército de EE. UU. y luego murió en un accidente de motocicleta; otro, fumador, murió de cáncer de pulmón a los 74 años. La esposa de Ross, Mary, había tenido un parto prematuro en la década de 1980 con sus hijos gemelos, y uno murió en el hospital dos días después. El otro niño sobrevivió y luego prosperó durante 15 meses hasta el invierno siguiente, cuando desarrolló crup y Ross lo encontró sin vida en su cuna.
Había presenciado y llorado suficientes muertes como para creer que envejecer era un privilegio y planeaba preservarlo.
Su versión de 75 significaba iniciar cada día tomando media docena de medicamentos para ayudar a tratar su hipertensión, diabetes, artritis y colesterol alto. Significaba licuados dietéticos a la hora de la comida y una siesta cada tarde. Significaba pasar una hora cada noche haciendo ejercicios de equilibrio, cardio y entrenamiento de fuerza. Significaba viajar con Mary a Noruega y África, incluso si tenía que viajar con una máquina para la apnea del sueño. Y significaba seguir trabajando cinco días a la semana en la clínica, porque cuidar a sus pacientes ancianos le daba un propósito y una comunidad, y últimamente parecían depender aún más de él.
“Me despierto a medianoche y estoy sin aliento, como si acabara de correr un maratón”, dijo un día un paciente de 81 años. “¿Es normal?”. Había estado tratando de responder las preguntas de sus pacientes y anticipar sus necesidades desde 1977, cuando comenzó a trabajar en el hospital de escasos recursos de Ortonville como uno de los dos médicos del condado. Él y Mary abrieron una fundación para el hospital, que se utilizó para construir un sistema de atención médica rural de última generación. Había atendido más de mil 500 partos a lo largo de los años, de los cuales al menos cien niños habían crecido para trabajar junto a él en el hospital.
Pero últimamente, durante algunas de sus citas, sintió que tenía pocas soluciones que ofrecer. Todo lo que podía hacer era escuchar las preocupaciones de sus pacientes, sentir empatía y explicar la inevitable realidad de lo que le sucede a un cuerpo que envejece. La corteza frontal del cerebro comienza a reducirse con el tiempo, lo que provoca una memoria más lenta, una reducción de la capacidad de atención y dificultad para hacer múltiples tareas. Las válvulas y arterias del corazón se endurecen con la edad. Los discos espinales se aplanan y luego se comprimen. El metabolismo se vuelve lento. Los músculos se contraen, la piel se magulla, los huesos se debilitan, los dientes se deterioran, las encías retroceden, la audición disminuye, la vista se deteriora —y todo es normal.
“A mí tampoco me gusta envejecer, pero definitivamente es mejor que la alternativa”, le dijo Ross a un paciente de 71 años.
Ross varias veces consideró jubilarse en la última década, pero siempre optó por reducir su carga de trabajo. Dejó de hacer cirugías, trabajar en la sala de emergencias y servir como forense. Pero nunca quiso dejar de ver a sus pacientes. “No estoy seguro exactamente de quién sería sin esa pieza central de mi identidad”, dijo una mañana, mientras iba a visitar al paciente que mejor lo conocía.
Su hermano mayor, Jay Ross, tenía 83 años y vivía con su esposa cerca del hospital. A veces, Bob se detenía camino al trabajo para revisar los pulmones de su hermano o monitorear su dolor de espalda, pero ahora le entregó a Jay una taza de café y el crucigrama diario. “Sé que se supone que son buenos para mi mente, pero a veces sé la respuesta y no recuerdo la palabra correcta”, dijo Jay.
“Lo veo en mí mismo y, en general, no es una señal significativa de demencia”, le dijo Bob. “La memoria se vuelve lenta. Nos pasa a todos a medida que envejecemos”. “No es broma”, dijo Jay. “Basta con mirar a nuestros presidentes en potencia”.
Jay es demócrata y Bob es republicano. Tenían 60 años de discutir sobre política, pero últimamente a menudo estudiaban el estado físico de los dos candidatos. ¿Quién, si es que alguno, todavía estaba en condiciones de ocupar el cargo? De acuerdo con los reportes del examen físico más reciente del presidente Biden, padecía neuropatía en ambos pies, apnea del sueño, artritis, marcha rígida por cambios degenerativos en la columna y un ritmo cardíaco irregular que estaba bajo control. Sus médicos dijeron que gozaba de buena salud mental y que no necesitaba un examen cognitivo, pero en los últimos meses había confundido al presidente de Egipto con el mandatario de México y había tropezado en la escalera al subir al avión presidencial.
Al mismo tiempo, Donald Trump, de 77 años, tenía sobrepeso, le gustaba la comida rápida y solía decir que no creía en el ejercicio. Recientemente, parece haberse referido a su esposa, Melania, como “Mercedes”. Veintisiete profesionales de la salud mental se reunieron para publicar un libro en 2017 sobre su estado mental, titulado
“Mi preferencia sería que Joe y Trump se fueran y nos dieran dos opciones nuevas y viables”, dijo Bob.
“Es bueno estar finalmente de acuerdo”, dijo Jay.
Ross solía decirles a sus pacientes que podían temer la muerte o prepararse para ella, por lo que él y Mary habían pasado los últimos años creando su propio plan. Habían elegido a un hijo para tomar las decisiones al final de la vida y a otro para administrar su patrimonio. Bob quería ser cremado, pero Mary planeaba ser sepultada. “Me gusta estar consciente de mi mortalidad”, dijo Mary. “Es reconfortante saber lo que viene”. “Yo recibo muchos recordatorios”, dijo Ross. Unas horas antes había firmado el certificado de defunción de un paciente de alzhéimer de 91 años. Era al menos el certificado de defunción número 400 que había firmado en la última década.
“Nuestras mentes y nuestros cuerpos no están hechos para durar eternamente”, le dijo a Mary. “No sirve de nada fingir lo contrario. A todos nos llega nuestro turno. Envejecemos y morimos”.