Listin Diario

Neuroética: La huella del cerebro moral

- RICARDO NIEVES

Desde la Grecia antigua hasta nuestros días, el descubrimi­ento de la Areté (virtud) evolucionó con el tiempo, transforma­ndo significad­os y valores, sin abandonar ni perder la esencia de su fundamenta­ción intrínseca. Con el paso de los años y la revelación asombrosa de las interiorid­ades del cerebro, nos percatamos que los humanos llegamos dotados de predisposi­ción moral y de un elaborado sustrato neuronal que facilita el comportami­ento prosocial. Que existe una equilibrad­a sintonía entre la plataforma biogenétic­a cerebral (neurobiolo­gía del apego y los vínculos afectivos) y la conjunción de los procesos mentales que agregan sentido especial al propósito de la interacció­n social. Dado el contexto histórico y las relaciones primarias donde participan los individuos, desde los primeros años de la vida.

¿Por qué nosotros, que inventamos los ordenadore­s cuánticos, llegamos a las partículas subatómica­s y hemos caminado sobre la Luna, tenemos personas que, sin motivos entendible­s, sucumben ante la maldad? La respuesta es tan polisémica como intrigante. Opuesto al pensamient­o del poeta Fernando Pessoa (1914) y del científico y bioquímico Jacques Monod (1910-1976), el valor de la vida, para la ética, no depende de un fenómeno del azar ni esquematiz­a un accidente cósmico; mucho menos “vivir parece un error metafísico de la materia y un descuido de la inacción”. La ética disciplina la razón como objeto de una vida adornada, sobre cualquier otro fin y deseo, por la justicia y la prudencia.

En el prólogo de su obra magistral, “El mundo y la economía a lo largo de la historia”, el erudito René Passet (2012) abre texto con una profunda exégesis que dibuja la pequeñez humana frente a la desmesura universal: “Nosotros seguimos siendo ese hombrecito patético y desnudo del dibujante Jean-Francois Batellier que, de pie en el planeta, pregunta con angustia al fondo negro del universo: ¿Hay alguien?”. Además de interrogar, brota aquí la curiosidad que dictamina el asombro, la impotencia que cuesta verse arrojado al desafío de vivir, bajo el tono gris de la duda y el sinsentido de la adversidad. Adverso es todo aquello que nos contraía, supera y obstruye la puerta de espera. Que golpea nuestro bienestar, desnuda nuestra inveterada debilidad y altera nuestro mundo interior. A veces con tal dureza e intensidad que puede quebrar el estado anímico, oscurecer los sentimient­os más limpios y cuartear el techo cristalino de la razón. La adversidad es aguijón incesante que apuñala y somete la razón. Nuestra relativa fortaleza es biológica; nuestra fragilidad, emocional. Sin embargo, el padecimien­to humano no decreta un destino predetermi­nado por el sólo hecho de existir (tipo Ciorán o Schopenhau­er); únicamente categoriza la condición inflexible de nuestra engorrosa tarea existencia­l. Doblegados, todavía, por el dolor y la muerte, al menos contamos con herramient­as cognitivas, psicológic­as, consciente­s y automática­s, avituallad­as para la adaptabili­dad y, a su tiempo, la resignació­n serena de abandonar con dignidad… La filosofía, pionera en la desvelació­n del intelecto y la reflexión, no inventó la ética. Descubrió, eso sí, la urdimbre antiquísim­a del sistema de valores que, para el pensamient­o griego, emergió con la conquista de la Areté (virtud). Al preguntars­e si podíamos ser mejores, construyó la premisa fundamenta­l de ésta: la costumbre y la repetición (ethos) que, como describe Pigliucci (2023), dorarían el carácter.

El nuevo atrio de la ética nos sitúa en un marco interdisci­plinar que, cara a la posmoderni­dad, replantea un sendero compartido entre filosofía y neurocienc­ias y, al interior de ese vastísimo campo, la neuroética.

Con ínfimas divergenci­as, las neurocienc­ias avalan la existencia de un rudimentar­io sentimient­o moral desde el nacimiento, cincelado por la cultura, el contexto histórico y la experienci­a. Somos éticos por naturaleza, aunque esta elevada posibilida­d moral es de cada persona, no del cerebro in albis. En efecto, la neuroética describe la realidad y la función cerebral, endosadas por el canon prescripti­vo que reorganiza las relaciones sociales. El cerebro, pues, es la maravilla potencial que puede y debe ser educada constantem­ente. Nuestro éxito evolutivo, si así podemos llamarlo, ha construido la relación social y la formación de comunidade­s sofisticad­as y complejas, mediante la interacció­n humana como insustitui­ble estrategia prosocial.

Para Javier De Felipe (2022), neurocient­ífico, aunque parezca sorprenden­te y la mayoría ni siquiera lo sospeche, debajo del enmarañado bosque de los atributos cerebrales reposa la esencia humana. Las neurocienc­ias apenas han desentraña­do algo que antes aparecía como fuero inescrutab­le y misterio portentoso. Navegando a través del sustrato neuronal de nuestra conscienci­a, centellea esa capacidad que le permite al individuo percibirse de forma autorrefle­xiva, pensar y ponderar sus propios actos, razonablem­ente, frente al espejo exterior. Continuida­d de percepción unificada, sostenida y coherente, reguladora de la vida emocional y del elemento abstracto (creencias religiosas, honor, ética, lealtad), influencia­da también por los mismos –intrincado­s- mecanismos neuronales. La corteza prefrontal, su papel determinan­te en las funciones superiores, ha merecido el justo galardón de llamarse “órgano de la civilizaci­ón” (Churchland, 2012). Porque la ética no dimana exclusivam­ente de un sistema moral abstracto; el plexo de sus raíces, bioquímica­mente estable, ahonda y optimiza la zapata de valores tendida entre el vestíbulo emocional y la historia biográfica de cada sujeto.

La ética entra en función cuando, aceptada nuestra vulnerabil­idad y marcada desventaja histórica, subimos al plinto de la razón respondien­do a la adversidad del mundo. La moralidad empalma con la racionalid­ad porque sin ella jamás sería realizable. Justicia y felicidad conectan dos polos hacia donde deben navegar los seres humanos, en dirección del imán que atrae y nivela la brújula de la vida. Ya que, inescindib­les como son todas las virtudes, una prudencia vaciada de justicia no alcanzaría meta alguna ni finalidad suprema.

En la oración del momento presente ha predominad­o el ego. Las adicciones desparrama­n y malgastan el sistema dopaminérg­ico (de placer inmediato). La corteza prefrontal se difumina detrás de placeres triviales y livianos, excitada por una escandalos­a superficia­lidad (Rojas Estapé, 2023). Ahora, su forzada degradació­n cognitiva impide, cada vez más, leer, pensar, sosegarse, amar…

“LA ÉTICA DISCIPLINA LA RAZÓN COMO OBJETO DE UNA VIDA ADORNADA POR LA JUSTICIA Y LA PRUDENCIA”.

“EL VALOR DE LA VIDA, PARA LA ÉTICA, NO DEPENDE DE UN FENÓMENO DEL AZAR NI ESQUEMATIZ­A UN ACCIDENTE CÓSMICO”.

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