La Primavera Árabe e invierno occidental
Hay muchos paralelos sorprendentes entre la Primavera Árabe iniciada en 2010 y el referendo británico por el “brexit”, la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos y el resurgimiento de la extrema derecha en toda Europa. Un viejo orden se derrumbó y los partidos progresistas han sido demasiado débiles para contrarrestar la aparición de propuestas políticas autoritarias y xenófobas. El descontento creciente con el statu quo que impulsó los levantamientos árabes de 2010 y 2011 tenía muchas causas, y la oposición mostró a la vez vertientes progresistas y conservadoras. Para la clase media, el motivo de malestar era la pérdida de su dignidad a manos de una élite no sujeta a rendición de cuentas; los jóvenes protestaban contra un futuro que se veía particularmente desesperanzador en comparación con las expectativas de la generación de sus padres; y los islamistas atizaban la oposición moral a la pérdida de valores éticos en la sociedad. Todos estos temas aparecen una y otra vez en los debates que se desarrollan en todo Occidente, con su creciente población de blancos desafectos, trabajadores desplazados y jóvenes frustrados. Con el tiempo, conforme el liberalismo económico desplazó antiguos principios de igualdad y solidaridad social, aparecieron amplias desigualdades que corrompieron la política en muchos países occidentales. En tanto, la globalización y la innovación tecnológica tuvieron efectos profundamente negativos en ciertos grupos sociales, y las políticas públicas no lograron mitigar el daño. Hoy es urgente introducir en ellas cambios profundos, sobre todo por la amenaza mortal que plantea el calentamiento global. Pero, ¿qué cambios hacer, y quién los hará? Hasta ahora, las revueltas populares (en las calles y en las urnas) no consiguieron crear un marco de gobierno alternativo que ofrezca soluciones creíbles a los problemas políticos, sociales y económicos en los que se debaten las sociedades occidentales y de Medio Oriente. En el mundo árabe, aunque la explosión de la rabia popular derribó regímenes arraigados, los antiguos autócra- tas se habían extremado en impedir la mera idea de una oposición creíble. Las revoluciones de 2010 y 2011 no tuvieron líderes, y por eso no pudieron llenar el vacío político resultante. El lugar vacante pronto fue ocupado por ejércitos, tribus, grupos sectarios y partidos religiosos. Las instituciones democráticas pueden ser capaces de oponer resistencia al populismo, pero como ya vemos en EE. UU., pronto serán puestas a prueba, y al final saldrán debilitadas. La mayoría en el mundo ya no cree en un futuro de progreso, con dinamismo económico, integración global y democracia social. Se ha instalado una visión más pesimista, donde el futuro ha sucumbido a la globalización, los mercados irrestrictos, la robótica y el calentamiento global. Recuperar el optimismo dependerá de la capacidad de intelectuales, sindicatos, partidos progresistas y organizaciones de la sociedad civil para crear una base política común y ofrecer una idea de futuro compartida. Esto demandará soluciones novedosas y medios creíbles para implementar los cambios democráticamente. Esta era de resistencia y revolución sacó a la luz problemas que llevaban tiempo gestándose. Ahora sabemos que las políticas económicas deben apuntar a la inclusión, que se necesitan límites al consumo material y que hay que proteger la democracia de la influencia perniciosa del poder económico concentrado y los intereses creados. Sin duda desafíos inmensos, pero identificarlos claramente nos permitirá empezar a resolverlos.
Esta era de resistencia y revolución sacó a la luz problemas que llevaban tiempo gestándose. Ahora sabemos que las políticas económicas deben apuntar a la inclusión...’.