Hacia una política democrática
Muchos políticos tienen una seria limitación, concebir el poder solo desde él y no desde la sociedad. Esto deriva del afán pragmático en que se sustenta su oficio: resguardar en aquel su permanencia protagónica. Así, y a partir de ese sesgo “estatista”, el poder llega a convertirse en una realidad manejada por pocos, y la política en el instrumento que cierra las posibilidades de expresión y amplia presencia de los colectivos sociales. Ella, en consecuencia, se pone al servicio de los intereses restringidos de quienes la han convertido en profesión.
Este fenómeno, para el caso de los países en los que ninguna clase social representó a la nación, hizo que el Estado se erigiera en el agente central de la actividad económica, motor de imposición de la forma de vida, y mecanismo único para la toma de decisiones. En tales circunstancias, y no existiendo un verdadero proyecto de desarrollo social a partir de las múltiples aspiraciones nacionales, los diversos sectores han perseguido apoderarse de aquel y utilizarlo como vehículo para el logro de sus particulares expectativas. Esta situación, en realidades como la nuestra, en las que la figura del aparato institucional asoma como el más preciado objetivo, se traduce en una incontrovertible deslegitimación del sistema de partidos, en el descrédito cuasi-irrecuperable de estos, y en el consecuente desgaste de las personalidades que desfilan por el escenario.
Una radical alteración de este panorama resulta complicada y extremadamente difícil pero imprescindible. Quien quiera hacerlo tiene ante sí una tarea que requiere de muchos factores y desprendimientos: decidirse a trabajar en ella con la convicción de que se trata de un proceso incluyente al que confluirán visiones diversas, intereses contrapuestos y hasta afanes personales.
Afrontarla, conlleva la convicción de que esos obstáculos deberán ceder a una propuesta en la que se anteponga el interés conjunto. El que así recupere la política para la democracia tiene garantizado el liderazgo.