La revolución no llegó al poder
En un libro publicado precisamente en el año 1968, Diferencia y repetición” el filósofo francés Gilles Deleuze señalaba el clima intelectual de la época: “Pero el pensamiento moderno nace del fracaso de la representación, de la pérdida de las identidades y del descubrimiento de todas las fuerzas que actúan bajo la representación de lo idéntico. El mundo moderno es el de los simulacros”. Las jornadas de Mayo del 68 mostraron la pérdida de las identidades (los revolucionarios fueron los estudiantes y no los obreros como decía la doctrina marxista); descubrieron efectivamente el poder de las fuerzas escondidas, al punto de paralizar Francia, y pusieron en vilo al gobierno de De Gaulle para, finalmente, no terminar en revolución sino en reformas. Un simulacro. Fue la “revolución inencontrable”, como la bautizó Raymond Aron.
¿Qué puede seducir hasta ahora de Mayo del 68? Aunque en verdad sea cada vez menos y se pase, sin darse cuenta, del éxtasis a la rememoración. La explicación de Aron es convincente: lo sucedido en esas semanas tiene para todos los gustos. Basta congelar uno de sus rostros para declararse romántico sin remedio o escéptico sin salvación: ¿momento de realización de lo utópico o simplemente manifestación de una crisis de ajuste de la sociedad posindustrial? Principio de realidad: los sindicatos obreros llegaron tarde a los acontecimientos, paralizaron al país con los estudiantes por unos días, y luego, con el nuevo paquete de reformas laborales, terminaron la insurrección.
Para algunos intelectuales, Mayo del 68 fue una fiesta en la que sus pensamientos y la realidad se desposaban en las calles de París. El hombre unidimensional, de Marcuse, se volvió para muchos libro de cabecera obligado. Sartre, fiel a su condición de mandarín, “arregló cuentas” con sus colegas que no participaban en la fiesta, Raymond Aron o Albert Camus. Sus dicterios fueron su despedida del escenario. Paradójicamente, unos jóvenes, Derrida, Deleuze, Foucault, abandonaban, sin nostalgia, las aventuras de la razón dialéctica sartreana.
Basta congelar uno de sus rostros para declararse romántico sin remedio o escéptico sin salvación...’.