El miedo al olvido
EDITORIAL
La única información que el Gobierno de Ecuador ha ofrecido sobre el estado de dos de sus ciudadanos fue que habían sido secuestrados en la frontera. Fue hace más de dos meses y se hizo después de que las autoridades recibieran un video como prueba de vida. Desde entonces, nada se sabe de Óscar Villacís y Katty Velasco. No ha habido ningún pronunciamiento oficial desde el 16 de abril sobre la suerte de los dos connacionales, ni siquiera para mantener viva la causa por su rescate, ni para evitar que el pueblo ecuatoriano se acostumbre a vivir con ese vacío, ni para explicar los motivos de tanto misterio oficial.
Entre tanto, el miedo al olvido va ganando terreno con el paso de las semanas y acelera el ritmo ahora que los cuerpos de Efraín, Paúl y Javier han vuelto a casa y podrán descansar en paz. Con el último capítulo de la única causa que movilizó al país, a punta de lágrimas y piel erizada por un destino truncado inesperadamente a manos de narcoterroristas, el foco de la atención atenúa su luz ante la reacción impertérrita del país. Óscar y Katty no han tenido a todo un gremio con un altavoz mediático para reclamar cada día su regreso a casa; tan solo a sus familias peregrinando entre dos países en busca de respuestas que ninguna autoridad les ha dado.
Dejar caer a las víctimas en la invisibilidad, como ocurrió con los militares Luis, Jairon, Sergio y Wilmer, es síntoma de que la sociedad se acostumbra rápidamente al dolor ajeno y lejano, interpretando erróneamente que
Sin preocupación, sin presión, sin miedo, sin exigencias de seguridad, sin indignación, sin pena, sin dolor, los malos ganan la batalla a un pueblo y un Estado que se vuelven indolentes’.
el peligro ya ha pasado o que nunca va a cruzarse en el camino de cada uno. Y esa es la única vía por la que puede transitar libre e impunemente el terror. Sin preocupación, sin presión, sin miedo, sin exigencias de seguridad, sin indignación, sin pena, sin dolor, los malos ganan la batalla. Ganan a un pueblo que se vuelve indolente ante sus muertos y a un Estado que mide sus movimientos en función de la luz que enfoca en cada momento sus decisiones. Esa sería la condena para Ecuador, un país que miró durante años para otro lado para no ver la droga que se cocinaba en su línea fronteriza, y que ahora tiene el deber de actuar con responsabilidad y, sobre todo, con sensibilidad para dar la cara por todos y cada uno de los compatriotas. Que cada quien entone su “mea culpa”.