Diario Expreso

Marco, un anónimo de la aeronáutic­a

- JOSÉ PIZZA ZEAS pizzaj@granasa.com.ec ■ GUAYAQUIL

Los controlado­res de tránsito aéreo guían a las naves hasta el aterrizaje Los modernos equipos reemplazar­on a los tableros

e imagina guiar un avión mediante un cálculo mental y un tablero de madera con fichas de cartulina? Así lo hacían hasta hace 3 décadas los controlado­res de tránsito aéreo en el país.

Con turnos de 6 horas, los vigilantes permanecía­n en la torre de control conectados al radiotrans­misor, con la consigna de mantener el tránsito aéreo de una manera fluida, ordenada y expedita.

Cada ficha era una faja de progreso de vuelo. Contenían la identifica­ción, tipo, procedenci­a y destino de la nave.

LA CIFRA 200 VUELOS es la cifra promedio diaria que está bajo el control de los vigilantes aéreos.

Así empezó Marco Mejía Martínez, quien con 35 años de experienci­a en este campo es uno de los supervisor­es de la torre de control del aeropuerto José Joaquín de Olmedo.

Controlado­r de tránsito aéreo eran palabras extrañas para Mejía, hasta que a los 21 años de edad un compañero del colegio le comentó que la Escuela de Técnica de Aviación, en Quito, buscaba aspirantes para especializ­arse en el tema.

El chimborace­nse de 57 años recuerda que se presentaro­n unos 200 bachillere­s en Físico Matemático, de los cuales 35 aprobaron el examen de admisión. Solo 28 se graduaron, luego de superar materias como física, matemática­s, inglés, cultura general, legislació­n aérea y meteorolog­ía.

Tras ganar experienci­a en el aeropuerto Mariscal Sucre, de Quito, Mejía se desplazó a la terminal de Guayaquil.

En ese entonces estaba en proceso de modernizac­ión de la torre de control, que hoy permite una precisión en la ubicación de los aviones, así como una mejor conexión con la cabina de las aeronaves.

La labor de los controlado­res de tránsito aéreo es anónima. Unos creen que la operación del avión depende solo de los pilotos. Otros desconocen que la torre de control inspeccion­a a las naves dentro del aeropuerto y máximo cinco millas (8 kilómetros) a la redonda y hasta una altitud de 1.200 pies.

Los vigilantes verifican la nave desde que abandona la plataforma hasta el aterrizaje.

“Los aviones se separan por niveles de vuelo. Hay mil pies de separación, para prevenir que choquen”, explica Mejía.

Su mayor satisfacci­ón es terminar bien la jornada, que logré coordinar la gran afluencia de aviones y avionetas.

Pero también hay malos recuerdos, como el ocurrido el 22 de octubre de 1989. Ese día, una mala maniobra del piloto de un avión de la Fuerza Aérea Ecuatorian­a (FAE) se estrelló en la ciudadela La Atarazana y dejó como saldo 10 fallecidos.

Tampoco olvida los gritos de los pilotos que tripulaban el avión de carga que el 22 de octubre de 1996 se estrelló en el barrio La Dolorosa, de Manta, a los pocos minutos de despegar. Hubo 32 muertos.

“Intuí que algo estaba mal en la parte mecánica de la aeronave, por un fuerte ruido en la frecuencia en el despegue. Traté de comunicarm­e con la cabina, pero fue imposible”, dice.

También hay hechos curiosos. Recuerda que en la década de los 80, un avión de la desapareci­da Ecuatorian­a de Aviación advertía la presencia de un objeto no identifica­do. “El radar mostraba el desplazami­ento de una mancha grande en el sector de Taura, que luego se dirigió a Santa Elena”, dice.

Mejía sabe que el mundo de la aeronáutic­a es lo suyo, también su familia. Carolina, su hija mayor, ejerce la misma profesión; Marco Vinicio, su tercer hijo, es piloto particular.

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