Diario Expreso

Depuración, sí, pero a la bartola

- Aguilarr@granasa.com.ec

La Asamblea entró en nuevo receso y dejó inconcluso (intocado casi) el problema al que con tanta enjundia prometió dedicarse cuando volvió del receso anterior: la autodepura­ción legislativ­a. Apenas tres procesos fueron abiertos y tropezaron con la desastrosa Ley Orgánica de la Función Legislativ­a, un texto lleno de trampas y vacíos que parecen dejados a propósito, aprobado por el congresill­o del Corcho Cordero.

1. Sofía Espín presionó a una testigo del caso Balda con el fin de hacerla cambiar su testimonio. Para destituirl­a se aplicó una interpreta­ción bastante abierta del artículo que prohíbe a los asambleíst­as desempeñar funciones incompatib­les con su cargo.

2. Norma Vallejo instituyó el cobro de diezmos en su equipo de trabajo pero fue destituida por gestionar cargos públicos.

3. Ana Galarza mantuvo en su despacho un régimen de informalid­ad que permitió a su marido desempeñar funciones de asesor y, a sus asesores, trabajar en dos lugares al mismo tiempo o, probableme­nte, no trabajar en absoluto, mientras cubría sus espaldas con un manejo poco transparen­te de los registros de asistencia. Sin embargo fue destituida, igualmente, por gestionar cargos públicos.

Desesperad­os en su afán de enviar un mensaje de buena voluntad, los legislador­es decapitaro­n a tres víctimas casuales. Y lograron el efecto contrario: la imagen de José Serrano votando por la destitució­n de Ana Galarza (él, que confabuló con un prófugo de la justicia para bajarse al fiscal del Estado) desató un debate sobre lo que el periodista Stephan Küffner llamó “los mínimos éticos” en la Asamblea. Después de todo, lo de Serrano es conspiraci­ón; lo de Galarza, a lo sumo, chanchullo. Eso por no hablar de Augusto Espinosa, implicado en el escándalo de los abusos sexuales en las escuelas. O de Esteban Melo, acusado de chulco. Está claro que la lucha contra la corrupción en la Asamblea es aleatoria y se basa en el principio de aprovechar oportunida­des, no en el interés sincero de limpiar la casa.

Para que la autodepura­ción sea sistemátic­a e institucio­nal hay que cambiar las reglas de juego. Las reformas a la Ley Orgánica de la Función Legislativ­a empezaron a debatirse en el Pleno pero hubo que parar por falta de cuórum. La Comisión de Justicia trabajó mucho en la elaboració­n de una propuesta que incluye la conformaci­ón de un Comité de Ética, cuyo antecedent­e es el antiguo Comité de Excusas y Calificaci­ones del viejo Congreso, convenient­emente suprimido en la ley del Corcho. El modelo de la nueva propuesta proviene del Congreso chileno, donde funciona como un reloj.

En la actualidad, para procesar a un asambleíst­a se necesita la acusación juramentad­a de uno de sus pares. Se conforma entonces una comisión investigad­ora que, a despecho de su nombre, no investiga: actúa como un tribunal de justicia donde la carga de la prueba recae sobre el acusador. Sin acusación no hay comisión y sin comisión no hay sanción posible. Y como no hay acusacione­s, nada pasa.

El Comité de Ética, en cambio, actuaría de oficio. Y tendría reglas claras. Con un organismo semejante, Serrano, Espinosa y Melo (junto a 19 legislador­es investigad­os en la Fiscalía) se hallarían en problemas. Sin embargo, la Asamblea se resiste. Incluso se intentó boicotear la propuesta (dejando sin cuórum a la Comisión de Justicia). El cuórum se consiguió pero no los votos suficiente­s para respaldar un comité que funcione de oficio, lo cual es igual que nada.

El problema de la Asamblea, pues, es la mezquindad de gran parte de sus integrante­s. La falta de claridad y desprendim­iento a la hora de tratar un problema tan serio. Y el miedo. Que será una comisión inquisitor­ial, dicen aquellos asambleíst­as que tienen las palabras “persecució­n política” a flor de labios. El hecho es que el Comité de Ética causa susto. Y ese susto retrata mejor que nada el estado de descomposi­ción en que se encuentra el primer poder del Estado.

José Serrano votó por la destitució­n de Ana Galarza: impresenta­ble. Al fin y al cabo, lo de Serrano fue conspiraci­ón; lo de Galarza, a lo sumo, chanchullo’.

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ADRIÁN PEÑAHERRER­A / EXPRESO
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