En defensa del anonimato
Las redes sociales son el quebradero de cabeza del poder. Cada tanto (y no solo en el Ecuador) surgen iniciativas para controlarlas, como el proyecto de ley que Daniel Mendoza acaba de presentar en la Asamblea Nacional. No es extraño que se trate de un legislador de las filas del oficialismo. No es extraño que, casi de inmediato, recibiera el apoyo de una de las figuras más influyentes de la llamada mesa chica de Carondelet, el asesor presidencial Santiago Cuesta. Y no es extraño (todo lo contrario: resulta absolutamente predecible) que la intención sea adjudicar al Ejecutivo, a través del Ministerio de Telecomunicaciones y de la Sociedad de la Información, la potestad de administrar denuncias, expedir reglamentos e imponer sanciones a los usuarios de las redes, es decir, a los ciudadanos en general.
Lo que Santiago Cuesta quiere controlar, específicamente, es la identidad de los usuarios. Pretende acabar (siguiendo los pasos de Rusia y China) con una de las características que hacen de las redes sociales lo que son: la posibilidad del anonimato. “Las redes -lo dijo en Twitter, paradójicamente- han causado mucho daño”. Y, para evitarlo, propone que “nombre, apellidos y domicilio” sean el “requisito mínimo para interactuar” en ellas. ¿Domicilio? ¿Para qué quiere Cuesta saber dónde viven los tuiteros? ¿Qué pretende hacer con esa información desde el gobierno? La última vez que el poder descubrió el domicilio de un tuitero vimos a Crudo Ecuador recibiendo flores como quien recibe una amenaza de la mafia. Y vimos a Rafael Correa, obsesionado con las mismas compulsiones policiales que hoy expresa Cuesta, organizando una campaña masiva de acoso contra quienes escribían lo que él no quería leer.
Es verdad que el nivel del debate público en las redes no siempre se beneficia del anonimato. Es verdad que hay una legión de provocadores que se sirven de él para boicotear conversaciones de interés general, como ocurre con el tema de la violencia machista. Es verdad que el anonimato favorece la multiplicación de trolls. Pero los usuarios de las redes sociales, que no son tontos ni necesitan tutelaje de nadie, menos del Estado, saben qué son y qué representan esas cuentas. Saben lidiar con ellas y lo hacen a diario. Sin policías. Y para casos extremos, casos de transgresión directa de leyes expresas (delitos de odio, por ejemplo, o de difamación), el Estado tiene las herramientas suficientes para actuar: basta con una orden judicial que permita obtener la dirección IP que conduzca a la identificación del infractor. Punto. Ningún ministerio tiene vela en este entierro. Ninguna ley orgánica es necesaria.
Preocupa encontrar políticos en tan altos cargos que demuestren semejante ignorancia en materia de estándares internacionales sobre derechos y libertades. En 2015, el relator especial de libertad de expresión de las Naciones Unidas exhortó a los gobiernos a proteger el anonimato en las redes como una garantía de privacidad y libertad. El anonimato alienta la expresión de ideas al amparo del poder. Y la expresión de ideas es uno de los más altos valores de la democracia. Cualquier control que opere sobre ese ejercicio de la libertad solo puede provenir, con causa justificada, del Poder Judicial, nunca del Ejecutivo.
Las redes sociales son la plaza del pueblo. Son la versión contemporánea del ágora de la democracia ateniense, donde todos los ciudadanos gozan por igual del poder de la palabra. Es comprensible que los rabos de paja les tengan miedo.
Cualquier control que opere sobre la libertad de expresión en las redes sociales solo puede provenir, con causa justificada, del Poder Judicial. Nunca del Ejecutivo’.