Nuestro nuevo tiempo
Se dice que nuestro tiempo es distinto de los anteriores porque la tecnología, uno de sus elementos, ha reorganizado la vida cotidiana. Y la tecnología, tal como hoy la conocemos, no existió antes.
Realmente, lo que hace a un tiempo diferente de otro son las experiencias que se pueden vivir en cada uno de ellos. Por ello hay siempre una “búsqueda del tiempo pasado”, si es que se considera válido por supuesto hacerlo, pero jamás la recuperación de ese tiempo. Los europeos de entreguerras del siglo pasado por ejemplo, eran incapaces de sentir la plenitud de vivir que sus antepasados de apenas cuatro décadas atrás, los de la “Belle Époque”, experimentaban, atravesando Europa, como lo hacían Rilke o Stefan Zweig.
Las experiencias del tiempo tienen que ver con la forma de vida en las ciudades. Baudelaire fue el primer poeta en mostrar las posibilidades de las ciudades asfaltadas que permitían nuevas formas de vivir las experiencias. El pasado solo puede volver a estar presente como “espectáculo” recreado, como museo, si es que se entiende a este último de forma diferente a la habitual. Los museos comienzan a ser vistos no solamente como un lugar de contemplación de fotografías o documentos, sino como ocasión de tener experiencias que den la ilusión, necesaria, de que se está en otro tiempo. No solo memoria sino puesta en escena. Era lo que pedía Carlos Monsiváis para el bolero.
El crecimiento de las ciudades exige un reordenamiento no solo de los espacios sino de las experiencias’.
El último libro de Richard Sennett, Construir y habitar. Una ética para la ciudad, muestra entre otras cosas el agotamiento absoluto de los nacionalismos por la “ciudad global”.
Las ciudades globales no “anidan” en naciones y para su eficiencia no importan la lejanía o la proximidad geográfica. No se trata de una versión nueva del clásico libro de Fukuyama sobre el fin de la historia que anunciaba una globalización del mundo con la expansión de la democracia como forma universal de gobierno. El crecimiento de las ciudades exige un reordenamiento no solo de los espacios sino de las experiencias. Piénsese en Tokio, hoy con 38 millones de habitantes.