Grandes países, malos gobernantes
La primera vez que visité Estados Unidos fue en 1965, gracias a una beca estudiantil financiada por un generoso filántropo de Boston. Desde ese viaje, que me permitió conocer Nueva York, California y Alabama, entre otros lugares, he sido un americanófilo convencido. Me encanta el país y lo he visitado más a menudo que cualquier otro, con excepción del Reino Unido y Europa Occidental. Sé lo agradecido que tiene que estar el resto del planeta por el liderazgo estadounidense tras la II Guerra Mundial. Nunca antes una potencia victoriosa se había comportado tan generosamente hacia otras, incluyendo a los vencidos. Debemos muchísimo a las políticas de EE.UU. en la segunda mitad del siglo veinte. Pero, si bien no soy un detractor del poderío económico, intelectual y militar estadounidense, el poder blando del país ha disminuido, así como su influencia positiva para el mundo. La razón: el presidente estadounidense Donald Trump es un mal hombre rodeado de un mal equipo de ideólogos incompetentes y peligrosos. Es una lástima que China me plantee una paradoja similar. El actual presidente chino Xi Jinping ha hecho retroceder el reloj, buscando restablecer un estricto control autoritario. Y está desplegando tecnologías de vanguardia para reforzar su dictadura. No hay una equivalencia moral directa entre Trump y Xi, pero no estoy del todo seguro de que el presidente estadounidense aprecie los valores democráticos liberales mucho más que Xi. Una incertidumbre tanto más perturbadora porque estos dos matones dominan
la escena internacional actual y sus decisiones podrían influir en la dirección que tome el planeta en los años venideros. No me preocupa demasiado el que la disputa comercial entre Trump y Xi afecte las perspectivas económicas del mundo en el futuro inmediato. Se llegará a un acuerdo, porque Trump necesita mostrar a sus partidarios que puede lograr uno. El superávit comercial principal de China con EE.UU. caerá porque los chinos prometerán comprarle más soya y motores aeronáuticos, y China ofrecerá garantías de que los extranjeros podrán invertir más fácilmente en el país y que ya no se exigirá a las empresas foráneas que entreguen su propiedad intelectual a sus competidores locales. Aumentarán las tensiones de China con sus vecinos debido a la militarización no tan oculta de las islas y atolones del Mar del Sur de China. La potencia oriental también hará ruidos cada vez más beligerantes sobre Taiwán. Y cualquier ralentización del crecimiento, alcanzado a punta de deudas, elevará el volumen de sus amenazas nacionalistas. China y EE. UU. son grandes países que están siendo gobernados muy mal, uno por autócratas leninistas temerosos de sus propias sombras, y el otro por un populista esperpéntico que prefiere a déspotas por sobre a demócratas liberales. Trump pone en peligro mucho de lo que a tantos nos importa: acordar medidas para la lucha urgente contra el cambio climático, impulsar la cooperación europea y reconstruir las perspectivas de paz en Oriente Medio. El RU es particularmente vulnerable. Tras el brexit nos quedaremos solos, sin nuestros socios europeos. Debemos esperar que el crudo nacionalismo y mercantilismo de Trump y Xi no lleven al conflicto entre grandes potencias y que en Washington y Pekín se instauren gobernantes de mayor calidad.
Me entristece en especial el que después de años de mejoras constantes en las políticas económicas y la dirección política bajo Xiaoping, Hu Jintao, Jiabao y otros, el actual presidente chino Xi Jinping haya hecho retroceder el reloj, buscando restablecer un estricto control autoritario’.