Guayaquil, brazos abiertos
Comparto mis observaciones y sentimientos en recientes paseos por Guayaquil acompañando a queridísimos amigos franceses, cuyas trayectorias admirables ya relaté en el artículo anterior.
La primera síntesis es que sus habitantes muestran espontáneamente amabilidad, solidaridad y buen humor. Hablo de gente sencilla de la calle, choferes, guardianes y meseros, entre otros. He aquí unas pequeñas cápsulas anecdóticas.
En el Mirador del Paraíso mis amigos admiraron unos árboles que a pesar de su sequedad habían permitido que broten de ellos unas maravillosas flores amarillas. Al preguntar qué árbol era al guardián, este respondió con una sonrisa muy amable: “¡Ah!… ese es un árbol normal…”. La respuesta los desconcertó al contrastar que lo que para ellos, los extranjeros, era muy exótico, es para nosotros normal.
Otra tierna interacción se dio a la salida del Parque Seminario, donde las niñitas disfrutaron a rabiar con las iguanas, palomas y tortugas, debiendo sacarlas casi arrastradas, presentándose
entonces otra gran tentación con la estatua de bronce de Medardo Ángel Silva sentado y meditando con un libro.
Las niñitas querían sentarse en su falda, situación imposible pues ya lo hacían otros niñitos que estaban acompañados de su papá, quien al darse cuenta del conflicto persuadió a sus hijos para que cedan el espacio. Fue un gesto de gran valor pedagógico para todos.
Seguimos… El día fue largo y cerca de los juegos infantiles de La Perla en nuestro Malecón 2000 y ya agobiadas por el calor, buscábamos refugiarnos cerca de cualquier sombra y una modesta mujer que había logrado poner una silla debajo de una tolda, se paró a cederle su puesto a mi amiga, quien se conmovió enormemente y no lo aceptó.
Guayaquil sigue avanzando en turismo y debe, naturalmente, sofisticar y comprender mejor la visión del otro; valorar y conocer a fondo lo nuestro. No es solamente una nueva forma de generar ingresos, es también apostarle a la fraternidad universal.