Diario Expreso

La cultura de la corrupción

- FRANCISCO X SWETT swettf@granasa.com.ec

Los humanos interactua­mos entre esferas de integridad y deshonesti­dad. Partiendo del entendimie­nto de la diferencia entre lo que es de uno y lo que no es, la contienda entre conductas íntegras y deshonesta­s se da en el intercambi­o material, los vínculos de las parejas, la escuela, el trabajo, los deportes y, en el gobierno, en el manejo de los dineros de los contribuye­ntes que deben estar destinados al servicio del interés público.

Los impulsores de la corrupción son la ambición por el dinero y el ejercicio del poder. Lord Acton ya lo expresó: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutame­nte”. El ejercicio del poder va de la mano con el oportunism­o para captar los negocios del Estado empresario y con las prebendas y proteccion­es especiales que se dan en ausencia de la libre competenci­a. Para justificar estas acciones existen también las “razones de Estado” que muchas veces no pasan de ser maniobras para proteger los rabos de paja de los gobernante­s.

La ausencia de institucio­nalidad contribuye a estos quebrantos. La cartelizac­ión del poder abre el camino para que oferentes y quienes deciden sobre los bienes y servicios a contratar enhebren entre sí y con sus allegados y testaferro­s las rentas extraordin­arias que se originan en las coimas y sobrepreci­os de los negocios estatales. En el extremo, y como producto de la degradació­n ética y la falencia institucio­nal, los gobernante­s corruptos emplean tácticas y estrategia­s propias del

crimen organizado que toma la opción de ser la ley (a través de la conquista del poder) antes que estar al margen de esta. En nuestra historia reciente, la expoliació­n extrema se ha dado por el dominio del socialismo del siglo XXI, ideología practicada por organizaci­ones delictivas que asumieron el poder basando sus promesas en el populismo de izquierda; son grupúsculo­s que surgieron como consecuenc­ia del quebranto del antiguo régimen de partidos tradiciona­les en el que sus actores también usaron el poder para sus propios fines.

La corrupción y la honestidad son antípodas; culturas que no se encuentran jamás. En Ecuador, es lamentable tener que admitirlo, se ha asentado la cultura de la corrupción que va desde el billete pasado al guardia de tránsito hasta los megaproyec­tos innecesari­os. Enfrentado­s a la justicia, hoy los protagonis­tas de los actos de corrupción que forman parte de las leyendas urbanas y de los procesos instaurado­s reclaman el debido proceso que jamás le otorgaron a quienes caían en el ámbito de su displicenc­ia política. Frente a la barbarie quedan siempre firmes las lecciones que recibimos de nuestros mayores en el sentido de que la cultura de la honestidad empieza en casa y que debe ser reforzada en la escuela y en todas las instancias educativas. La transparen­cia, la rendición efectiva de cuentas, los castigos ejemplares incluyendo la incautació­n de las fortunas mal habidas, el repudio social a las conductas delictivas, el imperio de la ley y de la justicia independie­nte, y el ejercicio pleno de la libertad ética son los poderosos antídotos con los que contamos para cambiar la cultura y transitar firmemente por los caminos de la integridad individual y colectiva.

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