La cultura de la corrupción
Los humanos interactuamos entre esferas de integridad y deshonestidad. Partiendo del entendimiento de la diferencia entre lo que es de uno y lo que no es, la contienda entre conductas íntegras y deshonestas se da en el intercambio material, los vínculos de las parejas, la escuela, el trabajo, los deportes y, en el gobierno, en el manejo de los dineros de los contribuyentes que deben estar destinados al servicio del interés público.
Los impulsores de la corrupción son la ambición por el dinero y el ejercicio del poder. Lord Acton ya lo expresó: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. El ejercicio del poder va de la mano con el oportunismo para captar los negocios del Estado empresario y con las prebendas y protecciones especiales que se dan en ausencia de la libre competencia. Para justificar estas acciones existen también las “razones de Estado” que muchas veces no pasan de ser maniobras para proteger los rabos de paja de los gobernantes.
La ausencia de institucionalidad contribuye a estos quebrantos. La cartelización del poder abre el camino para que oferentes y quienes deciden sobre los bienes y servicios a contratar enhebren entre sí y con sus allegados y testaferros las rentas extraordinarias que se originan en las coimas y sobreprecios de los negocios estatales. En el extremo, y como producto de la degradación ética y la falencia institucional, los gobernantes corruptos emplean tácticas y estrategias propias del
crimen organizado que toma la opción de ser la ley (a través de la conquista del poder) antes que estar al margen de esta. En nuestra historia reciente, la expoliación extrema se ha dado por el dominio del socialismo del siglo XXI, ideología practicada por organizaciones delictivas que asumieron el poder basando sus promesas en el populismo de izquierda; son grupúsculos que surgieron como consecuencia del quebranto del antiguo régimen de partidos tradicionales en el que sus actores también usaron el poder para sus propios fines.
La corrupción y la honestidad son antípodas; culturas que no se encuentran jamás. En Ecuador, es lamentable tener que admitirlo, se ha asentado la cultura de la corrupción que va desde el billete pasado al guardia de tránsito hasta los megaproyectos innecesarios. Enfrentados a la justicia, hoy los protagonistas de los actos de corrupción que forman parte de las leyendas urbanas y de los procesos instaurados reclaman el debido proceso que jamás le otorgaron a quienes caían en el ámbito de su displicencia política. Frente a la barbarie quedan siempre firmes las lecciones que recibimos de nuestros mayores en el sentido de que la cultura de la honestidad empieza en casa y que debe ser reforzada en la escuela y en todas las instancias educativas. La transparencia, la rendición efectiva de cuentas, los castigos ejemplares incluyendo la incautación de las fortunas mal habidas, el repudio social a las conductas delictivas, el imperio de la ley y de la justicia independiente, y el ejercicio pleno de la libertad ética son los poderosos antídotos con los que contamos para cambiar la cultura y transitar firmemente por los caminos de la integridad individual y colectiva.