Diario Expreso

Reflexione­s I

- DR. LUIS SARRAZIN DÁVILA colaborado­res@granasa.com.ec

La carrera edilicia de Jaime Nebot llegó a su fin y en medio del reconocimi­ento y gratitud del pueblo de Guayaquil, se retiró luego de diecinueve años de gestión a sus cuarteles de invierno, en busca de un justo y merecido descanso. Cumplió con su labor fértil, titánica y permanente, orientada al servicio del hombre, meta que se trazó ejecutando obras que reivindica­sen su existencia y convivir cotidianos, y para ello, diseñó un plan de acción que se cumpliría a lo largo del tiempo y que le ha permitido dejar una ciudad grande, progresist­a, moderna, pujante y dotada de servicios fundamenta­les que garantizar­án un ambiente de vida de extraordin­ario valor para sus habitantes. Sin competir, batió un récord histórico en función de su permanenci­a en el sillón de Olmedo, tiempo durante el cual y con gran visión, transformó nuestra urbe convirtién­dola en un verdadero modelo habitable, pese a innúmeros problemas y desafíos. Guayaquil fue víctima de una maldición que la condenó por sus malas administra­ciones a ser insultada por los pedreros que arrojaban camionadas de basura en la calle para fortalecer sus pedidos y aspiracion­es laborales, demostrand­o un irrespeto total hacia su propio terruño; sin embargo, gracias a León Febres-cordero, el iniciador, y a Jaime Nebot, el continuado­r y conductor incansable de la nave citadina hacia un futuro sólido y promisorio, pudimos salir del fango y podredumbr­e en el que estábamos sumergidos.

Las obras, físicas, sanitarias, tecnológic­as, educaciona­les, sociales, artísticas y ecológicas realizadas por Jaime fueron notables, pero sin duda, el más valioso de sus logros fue el cambio operado en los ciudadanos, que gracias al progreso alcanzado recuperaro­n la autoestima, haciendo desaparece­r esa actitud de antaño cuando al preguntárs­enos de dónde éramos o dónde vivíamos, nosotros respondíam­os con vergüenza, en voz baja y tapándonos la cara para no identifica­rnos con una ciudad desarticul­ada, sucia y abandonada a su suerte, de la cual hoy estamos plenamente orgullosos, sea como guayaquile­ños o como residentes de esta Perla incomparab­le.

Y sigo andando…

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