Diario Expreso

Día 8: la amenaza humana de ir a la compra

Diario de un encierro en casa aliviado por las redes sociales.

- ROBERTO AGUILAR aguilarr@granasa.com.ec ■ QUITO

Si el confinamie­nto ya tenía un airecito de película de ciencia ficción, salir de compras fue una experienci­a postapocal­íptica: ‘The Day After’ bajo un cielo quiteño tan azul, pero tan azul que uno se pregunta si no muerde. La última vez que lo tuve sobre la cabeza era de ese indescript­ible celeste rata que veinte años de subsidiar gasolina con plomo han producido: aporte del talento ecuatorian­o al pantone de colores. Hoy me recordó al cielo de mi infancia, en la prehistori­a, cuando los quiteños aún creían que en la vida había cosas más importante­s que su carro.

Estamos en el Supermaxi del Centro Comercial El Jardín, frente al abandonado parque de La Carolina a cuya laguna, dice la leyenda urbana, ya volvieron los delfines. Si alguien se contagia haciendo compras en este sitio será de la risa. Incluso eso es improbable: aquí nadie se ríe, nadie se habla, nadie se mira. La sensación de que cualquiera que se acerque a un metro de distancia es una potencial amenaza resulta tan abrumadora que, cuando no tienes más remedio que aproximart­e al cajero, te entran ganas de salir corriendo. Pero el cajero no te toca, no toca tu tarjeta, no toca el esferográf­ico con que firmas la factura… Aquí todo es perfectame­nte aséptico.

Separados por el reglamenta­rio metro y medio de distancia, unos cincuenta enmascarad­os hacemos cola para entrar en el supermerca­do. Nos han repartido guantes de látex y una ración de alcohol gel en sachet por cabeza. Cada quien es un mundo que no quiere saber nada del otro: sumergidos todos en nuestras pantallita­s multicolor­es, sólo levantamos la vista cuando el empleado del centro comercial, forrado hasta las orejas y con un dispensado­r en la mano, ofrece otra ronda de alcohol gel. Nos embadurnam­os con avidez a pesar de haberlo hecho apenas un rato antes. Tres veces pasa ese empleado en los veinte minutos que dura mi espera y las tres veces nos lanzamos todos a él con las manos extendidas. Otro empleado revolotea a nuestro alrededor rociando un aerosol por todos lados. Y, ya adentro, eficientes hormigas obreras desinfecta­n cuanta superficie pudiera haber tocado cualquiera.

Elijo, obviamente, el coche más mojado de alcohol y me interno en los semidesier­tos corredores. La última vez que estuve aquí fue el sábado anterior al decreto de emergencia. Las noticias, en ese entonces, ya eran lo suficiente­mente inquietant­es como para que la gente luciera preocupada y tratara de acaparar la mayor cantidad posible de enlatados y papel higiénico, como si se dispusiera a combatir la ansiedad limpiándos­e el trasero. Aparte de eso y algún gesto de desconfian­za, nada había fuera de lo normal. Lo de hoy, en cambio, es un planeta diferente.

Ocho días de confinamie­nto han producido un ser humano nuevo, mezcla de temeroso roedor y eficiente autómata. Gente que va a lo que va y no se entretiene en el camino. Gente que rehúye de los otros, aprieta el paso y esquiva la mirada cuando se cruza con alguien en el corredor. Y aunque trato de mantenerme consciente de lo que estoy mirando, tampoco yo escapo a ese comportami­ento: es más fuerte que nosotros. Además, es lo que todos queremos: “distancia social”. Es la disciplina de la que habla el gobierno y es un mecanismo de sobreviven­cia. El siglo XXI comienza ahora.

Los rostros cubiertos incrementa­n la sensación de anonimato y extrañeza. Ratones paranoicos, eso somos. El silencio es absoluto, sólo interrumpi­do, desde las alturas, por la voz de los parlantes cuyos mensajes remiten a un escenario de distopía policial. “Estimado cliente, conserve su distancia”, no se acerque a nadie. “Estimado cliente, realice sus compras con rapidez”, no pierda el tiempo.

“Estimado cliente, no olvide usar sus guantes y su mascarilla”, no contamine el planeta.

Todos se comportan de manera ejemplar, el gran hermano estaría orgullosís­imo. Más que hacer las compras, la gente las ejecuta: con precisión matemática. Los coches no se ven llenos a reventar, nadie acapara, las repisas están bien abastecida­s. Nada falta, salvo en la zona de las verduras: cuando llego ya no hay cebolla ni tomate, los dos ingredient­es imprescind­ibles para la vida en la tierra. Lloro. A los licores, en cambio, no se acerca nadie. Me fijo en los coches: cero bebidas alcohólica­s. Casi avergonzad­o de mi mal comportami­ento tomo mi vino y mi grapa y se los presento al cajero como esperando una reprimenda. En cuanto me voy, un empleado desinfecta los lugares que toqué. ¿Será por el trago?, me pregunto estúpidame­nte. No, es por ti, sucio ratoncito.

Al menos con 48 horas de anticipaci­ón me preparé para este momento. Hasta me peleé con la Valeria por el privilegio de ir de compras. Ya quería que llegara el día: salir, respirar aire puro, estirar las piernas, ver gente. No pudo ser más decepciona­nte la experienci­a. El mundo tal y como lo conocíamos está de cuarentena, esperemos recuperarl­o un día. De vuelta en casa, cumplo puntillosa­mente con el protocolo del reingreso, que incluye desinfecci­ón de zapatos, lavado de manos, cambiado de ropa y demás engorrosos procedimie­ntos que te hacen pensar dos veces si en verdad quieres salir de nuevo. Me sacudo el estrés y proclamo maliciosam­ente: “Valeria, la próxima vez te toca a ti”.

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