Diario Expreso

Día 10: oda al maltrato y a la humillació­n

Diario de un encierro aliviado por las redes sociales

- ROBERTO AGUILAR aguilarr@granasa.com.ec ■ QUITO

Hoy, el Ecuador me deprimió profundame­nte. No me he sentido peor desde que comenzó el encierro, ni siquiera cuando no encontré cebolla en el supermerca­do. Los causantes de este bajón anímico fueron los videos que circularon en las redes sociales sobre las tácticas de persuasión aplicadas por los militares en el control del toque de queda. Son demasiados como para pensar que se trata de excepcione­s. Soldados ecuatorian­os aplicados, con saña y un cierto placer morboso fácilmente detectable, a infligir tratos degradante­s a las personas que encuentran en la calle en horas de reclusión obligatori­a. Medio país los ha aplaudido. Miles creen que es la única manera de mantener el orden. Otros apuntan que eso que hacen los soldados (repartir correazos entre los mal portados, obligarles a hacer flexiones, cortarles el pelo a la maldita sea mientras les despachan sermones y amenazas) es “necesario” porque “los ecuatorian­os no entendemos de otra forma”. Tal cual.

He leído de todo. Que esos castigos son poca cosa, que las flexiones de pecho no hacen daño, los correazos ni siquiera son tan fuertes y el pelo vuelve a crecer. No entienden nada. La humillació­n es el peor maltrato al que se puede someter a un ser humano. Peor incluso que la violencia física o la privación de la libertad, pues aun en prisión o bajo tortura una persona puede conservar su dignidad y seguir siendo dueña de sí misma. La humillació­n, en cambio, nos priva de ese derecho irreductib­le. Dignidad es integridad, por eso su pérdida es irreparabl­e. Es la última frontera del maltrato. Me parece que todo el despliegue teórico de ‘El hombre rebelde’, de Albert Camus, está basado en esa premisa. Más claro: un policía me puede detener si he delinquido, pero no me puede cortar el pelo como si me poseyera; el Estado me puede castigar de acuerdo con la ley si lo merezco, pero no me puede sermonear porque nadie le ha otorgado mi tutoría espiritual. De esa distancia mínima para resguardar la dignidad depende la salud del contrato social.

Lo sé, ya hemos pasado tantas veces por este debate en las redes como para no entender que las posiciones son irreductib­les. La idea de que el infractor merece palo está firmemente arraigada en un amplio porcentaje de la población. Esas personas difícilmen­te van a cambiar de manera de pensar, así que no me propongo intentarlo. Voy a asumir, por el contrario, que tienen la razón: que sí, que lo que hacen esos soldados es necesario porque los ecuatorian­os no entendemos de otra forma. ¿Qué conclusion­es podemos sacar entonces sobre nosotros?

Si el maltrato y la humillació­n son necesarios, tenemos que coincidir en que somos una sociedad incapacita­da para asumir responsabi­lidades. Deberíamos optar por el estado de excepción y la militariza­ción permanente­s. Deberíamos suprimir las elecciones y toda forma de organizaci­ón social y participac­ión política porque, ¿cómo va a tomar cualquier decisión sobre su destino un pueblo que no entiende sino a palos? Deberíamos, por tanto, desistir del sistema republican­o y acoger la tiranía como forma de gobierno. Nos arreglaría la vida. Deberíamos además, para ser consecuent­es con la especie humana, ceder nuestra soberanía y entregar a la comunidad internacio­nal la administra­ción de ciertos recursos que son importante­s para el planeta: la selva amazónica, por ejemplo, o las islas Galápagos.

Deberíamos buscar una gran potencia que quiera hacerse cargo de nosotros y entregarno­s como protectora­do. Deberíamos bajar la cabeza y desaparece­r del mapa porque un país que necesita la humillació­n y el maltrato para funcionar es, con perdón por la crudeza, un país de mierda. Era necesario que un virus nos mantuviera encerrados para darnos cuenta. Después de todo, las crisis de estas dimensione­s suelen poner las cosas en su sitio.

En el resto del mundo, los países democrátic­os se preparan para lo que podría ser un ascenso del autoritari­smo tras la pandemia del coronaviru­s. El regreso, por ejemplo, de las viejas fórmulas nacionalis­tas de soberanía que aquí gozan de una salud estupenda. Esta semana, dos de las cabezas más lúcidas de nuestro tiempo (el filósofo surcoreano Byung-chul Han y el historiado­r israelita Yuval Noah Harari) publicaron sus visiones de lo que puede traer el futuro inmediato. Ambos parten de un dato inquietant­e: el hecho de que China, con su Estado policial, resultara ser más efectiva para detener la pandemia que Europa, con su democracia liberal. Una paradoja, si se considera que el Estado policial chino fue, precisamen­te, la causa de que se desataran los contagios.

Las naciones democrátic­as, dice Harari en su artículo ‘El mundo después del coronaviru­s’, publicado en el Financial Times, “deberá decidir entre la vigilancia totalitari­a y el empoderami­ento de la ciudadanía”, entre “el aislamient­o nacionalis­ta o la solidarida­d global”, entre la desconfian­za y la cooperació­n, entre la disciplina social y la fe en la ciencia. Por lo visto esta semana, el Ecuador ya eligió. Es deprimente.

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