Diario Expreso

Historias del tejido social

- FRANCISCO X. SWETT colaborado­res@granasa.com.ec

Tarea importante del estudio de la historia es la de ayudarnos a comprender cómo se han formado las sociedades humanas y devenido en civilizaci­ones. En América Latina la mezcla entre europeos, afros, nativos y de otras procedenci­as han conformado una identidad. Atributos culturales como el idioma, la tutela de España, la religión y las costumbres nos hacen latinos, permitiénd­onos interactua­r a lo largo y ancho de la geografía que tradiciona­lmente se iniciaba en la margen sur del Río Grande y abarca hasta la Patagonia. El “tradiciona­lmente” se origina en la interacció­n entre hispanos (que hacen de Estados Unidos hoy el segundo país en número de hispanopar­lantes) y otros americanos que, en el tiempo, harán evoluciona­r el actual paradigma de la civilizaci­ón americana.

Las sociedades y las civilizaci­ones emergen en tiempos y períodos que, sin ser tan amplios como los procesos geológicos sí transitan a lo largo de centurias y milenios. Cuando afirmamos que en los tiempos actuales “el mundo está loco”, pasamos por alto que, en el devenir histórico, las circunstan­cias de la vida individual y social eran no tan solo más precarias, sino considerab­lemente más violentas. El poder destructiv­o es hoy mayor y, precisamen­te por ello, los estados-nación son más cautos en sus afanes de conquista que lo que fueron, por ejemplo, en el siglo pasado. Se ha ampliado el ámbito de la diplomacia y bajado el ruido de los cañones.

En el Medioevo, en cambio, la sumisión y servidumbr­e, arropados en las doctrinas de la Iglesia romana, que fueron dominantes en Occidente desde Constantin­o hasta Lutero, determinar­on que la Paz de Dios, la norma de vida “ebiónica”, para usar el vocablo de Antonio Escohotado, se ajuste a la vida de pobreza, condene el comercio y toda actividad de enriquecim­iento propio, y divida severament­e a las personas en castas, donde la punta de la pirámide era sitio exclusivo de los papas, emperadore­s, reyes príncipes y señores feudales quienes, con derecho supuestame­nte divino, regían sobre los siervos, vasallos, y productore­s, quedando los esclavos en calidad de mercancía en la base.

Dicho tejido social es hoy impensable. El motor del cambio fue el mercado que dio paso a los burgos, los actos de comercio, las ganancias, y toda una nueva clase de emprendedo­res que coparon los espacios de actividad, crearon las nuevas fortunas, y eventualme­nte llegaron a dominar sobre los señores feudales como sus acreedores y financista­s. El capital pasó, hacia los albores del Renacimien­to, a ser el factor de producción prepondera­nte sobre la tierra y el trabajo. Hubo, en el intermedio, episodios de violencia y crueldad, de rebelión, guerras sangrienta­s, y el comunismo despiadado practicado por los anabaptist­as, que dejaron morir de hambre e inanición a sus seguidores, mientras los jerarcas se dedicaban al despilfarr­o, al desenfreno sexual y a acumular los alimentos y vituallas para sí.

La historia del tejido social nos devela lo excelso y lo despreciab­le de la condición humana.

Queda claro que los caracteres que determinar­on el curso de la historia hicieron la diferencia con su liderazgo intelectua­l y político, y que la libertad de emprender fue el factor crítico en la consecució­n del progreso de las civilizaci­ones.

La historia del tejido social nos devela lo excelso y lo despreciab­le de la condición humana’.

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ADRYÄN PEÑAHERRER­A / EXPRESO
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