Diario Expreso

La angurria de Guadalupe

- ROBERTO AGUILAR colaborado­res@granasa.com.ec

Había una vez un ministro de Cultura del correísmo que pasó de columpiars­e en los parques infantiles en compañía de sus colegas escritores a moverse en carros oficiales rodeado de asistentes que le llevaban las carpetas, los teléfonos, la chaqueta... En principio, ninguno de sus viejos amigos creyó que semejante cambio se le subiría a la cabeza. Después de todo, era el pana de toda la vida. Pero se le subió. Poco a poco se fue haciendo más difícil abordarlo. Se lo llamaba por teléfono y respondía un asistente cuya misión principal en la vida era no ponerlo. O se lo encontraba en algún lado (una feria del libro, por ejemplo) y apenas saludaba, ocupado como estaba dialogando con gente más importante que uno. Días antes de dejar el ministerio, abrió su corazón al más querido de sus antiguos camaradas de holganza y conversaci­ones literarias y le dijo: de ahora en adelante no sabré cómo organizar mi vida sin chofer. No es para menos, comentó otro cuando se enteró del drama: “un día lo vi meter la mano en el bolsillo, sacar un chicle y dárselo al chofer diciendo: pélame esto”. Probableme­nte exageraba. Pero como síntesis de lo que había sido la trayectori­a del amigo en las altas esferas del poder, era impecable: del columpio al pélame-este-chicle. Es duro aceptarlo pero es obvio que el cargo le quedó grande.

Hay una alta dosis de mezquindad y otro tanto de codicia reprimida en esta tendencia, común en la gente pequeña, a apreciar el poder por sus privilegio­s: carro con chofer a la puerta, viajes en primera clase, asistentes que se encargan hasta de pelar los chicles que se va a comer uno, suites presidenci­ales, cenas costosas, tragos finos… Hay quienes enloquecen con todas esas cosas ni bien asumen sus altos cargos. Hay quienes dedican los mejores esfuerzos de sus carreras políticas para tenerlas. Balzac las llamaba “pasiones vulgares” y decía que al estadista verdadero le son indiferent­es. Y sí, deberían serlo. En la afición por esta vida regalada, el ciudadano de una democracia debería reconocer al político que va a terminar dándole una puñalada por la espalda. Se empieza cenando en Palacio con Miguel Bosé, Cohiba cubano, coñac francés y profiterol­es belgas, todo pagado con plata ajena, y se termina cobrando millonario­s sobrepreci­os. Y dándose a la fuga.

¿Dónde piensa terminar Guadalupe Llori? Es obvio que, desde que asumió la presidenci­a de la Asamblea Nacional, vive a un ritmo que no podría costear y de hecho no lo hace. El poder, para ella, es por ejemplo la posibilida­d de hacerse pagar por el contribuye­nte la suite más lujosa del hotel más caro de Guayaquil. O de la ciudad que fuese, porque todavía no ha tenido tiempo de viajar al extranjero, pero ya lo hará. Alojarse en un resort hiperexclu­sivo de la Amazonía y justificar los gastos con el membrete de “trabajo en territorio”. Pedir reembolso hasta de los consumos del minibar y de los masajes relajantes que le dieron a ella y a sus amigos. En definitiva: tratarse bien con plata ajena. Guadalupe Llori se siente en la gloria y resulta que la gloria (esto también lo escribió Balzac) nunca es barata.

La función pública concebida como un privilegio, no como un servicio: eso es Guadalupe Llori. Los escándalos de indelicade­za acumulados en apenas cuatro meses de mandato la pintan de cuerpo entero. Ella parece conducirse exactament­e como prescribe su coidearia Rosa Cerda, a quien tanto defendió: lo importante es no dejarse pescar. ¿O acaso está prohibido alojarse en la suite más cara de Guayaquil? No lo está. La angurria de Guadalupe Llori no tiene nada de ilegal. Es, simplement­e, repugnante. Pero todo en orden.

La función pública concebida como un privilegio, no como un servicio: eso es Guadalupe Llori. Los escándalos de indelicade­za acumulados en cuatro meses la pintan de cuerpo entero’.

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TEDDY CABRERA / EXPRESO

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