ERIK NOYA ESCALÓ EL MURO DE LA DESVENTURA
El venezolano dejó su país por la crisis y sobrevivió en Madrid como repartidor. Ahora es subcampeón del mundo con España
Cuando eres emigrante te conviertes en el minimalismo en su máxima expresión: esto es lo que tengo, lo que soy, y con esto tengo que tirar para adelante. ERIK NOYA escalador
Erik Noya tiene 28 años. Su padre y abuelos son gallegos. Su bisabuelo tenía una imprenta en A Guarda (Pontevedra) y publicaba material antifranquista. Sus abuelos sufrieron la hambruna posguerra y emigraron a Venezuela. Allí, en Caracas, nació y se crio Erik. Allí, con seis años, probó por primera vez la escalada y fue “amor a primera vista”. De allí tuvo que huir en 2017.
“Es un país donde por comida te matan, por llevar el móvil en la calle te pueden pegar un tiro, donde las armas están a la orden del día para cualquier persona”. No para él. “Mi vida no es lanzar piedras y molotov. Estoy convencido de que estaba en una depresión y ni siquiera lo sabía. No sabía qué iba a ser de mi vida y confiaba en políticos que profetizaban un cambio pronto. Arriesgué mi vida yéndome a protestas supuestamente pacíficas donde levantábamos las manos y lo que nos devolvían eran bombas lacrimógenas, perdigones, gas pimienta. No había luz, me sentía muerto en vida”, confiesa.
La única vez que dejó de escalar, de hecho, fue en los dos años antes de marcharse de Caracas. “Por la crisis, porque la Federación de allí se fue al garete, porque estábamos viviendo en un país donde todo era insostenible. Como deportista no iba a llegar a ningún lado”, relata.
Aterrizó en Madrid con 23 años sin nada más que sus estudios de Económicas y Empresariales. Se instaló en casa de su madrina. Lo primero que hizo fue pasear toda la noche. “Poder caminar sin miedo era espectacular, y hacerlo sacando el móvil. En Caracas era imposible. Recuerdo que me encontré dos euros en el suelo y me dije: ‘Mira, acabo de llegar a España y acabo de conseguir el sueldo mínimo que
hubiese recibido en Venezuela. Eso hizo darme cuenta de muchas cosas”.
Se buscó la vida como pudo porque, dice, “la sangre siempre tiene que fluir”. Los 518 euros de la pensión del Emigrante Retornado en España que le correspondían los invirtió en una academia para opositar a bombero. No dejó de escalar, aunque tuviera que entrenarse a las doce de la noche tras jornadas interminables de trabajo, aunque no tuviese ya ni fuerzas, cuenta, para poner la lavadora. Fue repartidor de Glovo, Instagramer -de dar clases de preparación física por redes sociales-, convocaba otras presenciales en el Parque del Retiro y cobraba cinco euros a cada asistente, fue técnico en rocódromos y daba clases a niños en las fiestas de cumpleaños.
La Federación madrileña, a la que acudió a buscar ayuda y a decirle que él era “bueno en esto” le echó un cable. En 2018 ganó la Copa de España, la primera competición oficial que se hizo en la modalidad de velocidad. Hoy es subcampeón del mundo, tercero del ranking mundial y una de las bazas españolas en escalada para los Juegos de París 2024. A diferencia de Tokio, donde la escalada combinaba las modalidades de bloque, dificultad y velocidad, en París, la velocidad tendrá su propia competición y medalla (bloque y dificultad, juntas).
Las pecas y una sonrisa permanente iluminan la cara de Noya. Ha dejado atrás sus pesadillas, la “oscuridad” como la llama él. Está feliz porque la plata en el Mundial de Moscú 2021 le abrió las puertas del Centro de Alto de Rendimiento de Sant Cugat y de una beca. Por primera vez no tiene que compatibilizar el deporte de élite con jornadas de trabajo. “Por primera vez me entreno todos los días de la semana, me lavan la ropa, me hacen la comida, tengo nutricionista, fisioterapia, psicólogo deportivo”. Y así, despreocupado, puede dedicarse exclusivamente a escalar.
A punto estuvo de tirar la toalla justo antes de ese Mundial, se quedó sin ingresos y no le daba la vida para más. “Llamé a David (Macià, seleccionador y su mentor) y le dije: ‘Lo dejo, no puedo más. Perdóname por fallarte’. Lo entendió y me dijo que me llevara el aprendizaje acumulado y que fuéramos al Mundial a disfrutar. Y fui a eso y a dejarme la piel. No sé cómo explicar la sensación que tuve en esa competición: de liberación, de amor por lo que hago, de enfrentarme a la injusticia de la vida”.
¿Cómo se pueden conseguir resultados teniendo que combinar trabajo con deporte de élite? “Si te soy honesto, eso no se puede conseguir. Eso es mentira. Y es inviable. Lo mío fue una excepción total. No quiero que eso sirva de ejemplo, sino que sea algo anecdótico para que la gente nunca baje los brazos”, contesta Noya.
Se emociona ahora cuando recuerda lo vivido, lo que ha dejado atrás, lo difícil que fue tirar para adelante con sus padres lejos. “Lo que la gente no entiende es que cuando eres emigrante no llevas una vida normal. No puedes salir de fiesta, ni darte el lujo de comprarte algo, ni ir a restaurantes o de cañas. Te centras en trabajar, entrenar y a ver si en algún momento se te abre alguna puerta”.
Lo cuenta todo de sopetón en una charla de casi una hora, sentado en la sombra de los pocos árboles que quedan en la Plaza de España de Madrid. Solo se frena porque se emociona tanto que se le cae alguna lagrimilla. A Noya las puertas se le han abierto porque no ha dejado nunca de intentarlo. Porque dice que en medio de la oscuridad y de la depresión, la escalada fue su luz. “A esa luz me agarré cuando llegué aquí”.
Se siente orgulloso de haberlo conseguido. Macià dice de Erik que la primera vez que le vio se dio cuenta enseguida de que encajaba en el perfil de deportista que siempre busca. Y así lo resume: “Para mí, la relación entrenador-deportista tiene que ser honesta y afectiva porque si es así, todo funciona mejor”.