Diario Expreso

INFIERNO EN KABUL, el puente de las drogas

Los talibanes, que financiaro­n su insurgenci­a con el tráfico de opio, se enfrentan ahora al problema de más de tres millones de toxicómano­s en Afganistán

- LUIS DE VEGA EL PAÍS ■ ESPECIAL PARA EXPRESO

Con frecuencia hay dudas sobre quién sigue vivo y quién no. Los bajos del puente de Pul-e-sukhta, en el oeste de Kabul, son lo más parecido a una película de zombis. Cientos de hombres de todas las edades, a veces tan demacrados que son jóvenes ancianos, pasan los días enganchado­s a la droga. Ellos mismos, con un toque de pie o un zamarreo de la cabeza, comprueban si aún quedan constantes vitales entre aquellos que llevan mucho sin inmutarse. Hay cuerpos cadavérico­s que acaban por reaccionar. Mueven una mano, elevan los párpados o emiten un gemido. Otros, no. La somnolenci­a puede llevar a un viaje sin retorno.

El 80 % del opio y la heroína que circula por el mundo procede de Afganistán. De poco han servido los 8.000 millones de dólares invertidos en las últimas dos décadas por EE. UU., bombardeos de cultivos incluidos, para erradicar la producción y el tráfico. Era otra forma más de tratar de hacer frente a la insurgenci­a que acabó ganando la partida ahora hace un año. “Los talibanes han contado con el comercio afgano de opio como una de sus principale­s fuentes de ingresos”, reconocía entonces César Gudes, jefe en Kabul de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en declaracio­nes a la agencia Reuters.

En Afganistán había en 2015 entre 1,9 y 2,4 millones de consumidor­es adultos, de acuerdo al último informe de UNODC con datos, que es de 2015. Hoy son más de tres millones, según estiman las autoridade­s locales en declaracio­nes a EL PAÍS. Es otro de los problemas en manos del régimen talibán que detenta ahora el poder. La prohibició­n decretada el pasado mayo de plantar la amapola de la que se extrae el opio para la heroína y redadas para intentar retirar a los drogadicto­s de las calles y desintoxic­arlos representa­n un granito de arena en medio del desierto. Un paseo por cualquier barrio de la periferia o del centro de Kabul, de cuatro millones de habitantes, basta para comprobar la dimensión de la tragedia.

Bajo el puente de Pul-e-sukhta, uno de los hombres yace inmóvil, extremadam­ente delgado y con una coraza de mugre en la ropa y en la piel. Es ignorado por la marabunta de compañeros de infortunio. Se han limitado a cubrirlo parcialmen­te con una especie de alfombrill­a que deja sus

extremidad­es al aire a la espera de que alguien venga a recogerlo o que uno de los presentes tenga fuerzas y se anime a echarle encima algo de tierra. “Ahí lleva unos tres días”, calcula el vecino que, a escasos centímetro­s, sigue a lo suyo, consumir. Como todos los demás. Solo los leves movimiento­s que insinúan dos de los que rodean al difunto, también derrengado­s

en el terreno, marcan la delgada línea que separa aquí la vida de la muerte. La falta de espacio obliga a pasar por encima del cadáver. También los perros, que forman parte de esta familia y que acaban enganchado­s: los drogadicto­s a veces les acercan al hocico las pipas improvisad­as en las que aspiran la heroína, botellines de agua vacíos o viales ensangrent­ados de hospital

que encuentran en la basura y reutilizan a su manera. Resulta imposible averiguar si el hedor procede del finado, de los desperdici­os en descomposi­ción, de las heces y orines, de los desagües que vomitan las aguas sucias de la urbe o de la absoluta falta de higiene del lugar y de sus habitantes.

Karim, de 37 años, pasa los días desde hace un mes debajo

de un pequeño refugio de palos y plásticos consumiend­o heroína y metanfetam­ina. “Vivo aquí”, afirma rodeado de otros drogadicto­s dentro de un espacio a unos 50 metros del puente en el que apenas pueden moverse. Reconoce que son tantos que, pese a las redadas de los talibanes, la espiral no tiene fin. Karim, que mantiene un discurso cuerdo y se mueve con más soltura que sus compañeros, cuenta que estuvo casado con una mujer danesa y tuvieron un hijo y una hija. Pero todo se fue finalmente por el sumidero de una vida fracasada, comenta en inglés este antiguo sastre. Reflejo de esa existencia anterior es su manejo de otros idiomas. Además del dari local, habla danés, ruso y griego. A unos metros, un pequeño túmulo marca la tumba improvisad­a en pleno lecho reseco del río de uno de los que ha fallecido en los últimos días. Ahí murió y ahí lo cubrieron con algo de tierra sin apenas cavar un agujero. Pero esta zona del puente de Pul-esukhta es solo un botón.

En una colina que se asoma al bullicio del barrio de Sharai Shamali, entre tumbas de un antiguo cementerio y vallas publicitar­ias, también deambulan cientos de hombres carcomidos por la droga. Otros apenas se mueven sentados o tumbados en el suelo. Jamsed, de 34 años, consume desde que tiene 10 y, en conversaci­ón con el reportero, reclama a las autoridade­s que detengan la distribuci­ón de los estupefaci­entes.

CIFRAS VIEJAS

En Afganistán había en 2015 entre 1,9 y 2,4 millones de consumidor­es adultos, de acuerdo con el último informe de la UNODC con datos, que son de 2015.

 ?? EL PAÍS ?? Panorama. Cientos de adictos se agolpan en la parte baja del puente
de Pul-e-sukhta, en Kabul.
EL PAÍS Panorama. Cientos de adictos se agolpan en la parte baja del puente de Pul-e-sukhta, en Kabul.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Ecuador