Dominguero

PAPÁ NOEL, EL DUENDE Y EL SOFÁ ROJO

Eso le gusta. La mujer no para. No puede. Él solo quiere que siga.

- Por Ángel Amador angelamado­r77@ gmail. com

La gente espera. Son muchos los que corean su nombre, en su mayoría niños de todas las edades, al pie de un enorme árbol con adornos y luces de colores. Los gritos llegan hasta los camerinos, donde el espectácul­o toma forma. Él, sentado frente a un espejo, espolvorea su cara para darle un tono más blanco y luego algo de color a sus pronunciad­as mejillas. Junto a él, una jovencita intenta adherir a sus orejas una prótesis puntiaguda mientras observa unos puntudos zapatos rojos que parece no ajustarán en su fino pie. Dos presentaci­ones anteceden a la de esta pareja, el gran final. Un ir y venir de personas los empuja a buscar un lugar más tranquilo para preparar sus diálogos. Lo encuentran en una bodega. Él saca un cigarrillo. No le ofrece porque sabe que no es afín a ese vicio. Lo que sí le gusta son los susurros al oído y los besos en el cuello y él lo sabe. Desliza su mano por la cintura de la joven y la atrae hasta su cuerpo. La mano sigue recorriend­o las pronunciad­as curvas hasta encontrar un botón. Lo zafa. El pantalón cae muy lentamente exponiendo unas blancas piernas, mientras las manos de ella buscan despojarlo de la camisa y de algo más. Un largo beso. Al tanteo buscan un lugar apropiado entre tantos objetos polvorient­os. Encuentran un sofá. Depositan sus cuerpos casi desnudos mientras el griterío en el exterior les dice que deben apurarse. Sujeta su cuello y aprieta un poco. Eso la excita. Lo comprueba con el movimiento de su pelvis sobre él, cada vez más rápido. Eso le gusta. La mujer no para. No puede. Él solo quiere que siga. El viejo sofá rojo no deja de bailar al ritmo de sus cuerpos. Parece que cualquier momento cederá ante sus impulsos. Vuelven a escuchar el ir y venir de personas. Es el turno de ellos. La mujer acelera el ritmo. Lo mismo hace él. Un suspiro. Un grito. Y ya. De nuevo los gritos que corean su nombre llegan hasta sus oídos. Regresan a los camerinos para terminar de darle vida a los personajes. Primero, la barba blanca y luego el sombrero rojo. Ella logra pegar las orejas puntiaguda­s y los zapatos, por sobre cualquier pronóstico, le quedan a la perfección. Caminan hasta la escalera que los lleva al escenario. Le colocan un micrófono en la solapa. Los gritos son más intensos. Bastó que escucharan en tono grave: “JO JO JOOO”. El espectácul­o empieza.

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