El regreso

El gotero de la paciencia rebosó el vaso esa mañana. El jefe estaba allí, sentado en su escritorio imperial. Una agenda abierta, un bolígrafo en mano, una computadora encendida, un vaso de agua y ella, de pie, con el reporte de la semana. Días atrás habían tenido varios roces. Ella, de rango jerárquico inferior en la compañía, respiraba profundo para evitar explotar por las diferencias, una actitud salomónica en tiempos de guerra laboral, donde el villano se esconde en una máscara de benevolencia y eficacia. Cualquier pretexto era bueno para que un memo llegue a su correo: desde inconformidades con la forma en que ejercía el trabajo como ( obrera, digamos) hasta reparos por considerarla “rebelde”. Ella pensaba: es pica. Estaba harta. El hostigamiento era tal, que el día de la última discusión, él, sin tino ni filtro, le dijo que desde arriba, desde la gerencia, se hablaba de que hace mucho que se pensaba que ella estaba de más en la compañía, que si había sobrevivido, era por lástima, que su trabajo, simplemente, no gustaba. Ella respiró. Años en la empresa y un historial de relaciones laborables impecables rotos en mil pedazos. Bien dicen que es fácil destruir en una hora lo que se construye en una era. “Me voy”, propuso. “Bueno, vete”, contestó él. Y cerró la agenda y movió el mouse de la computadora y bebió agua. Luego cruzó los brazos mientras ella salía de la oficina, complacido por el cometido. Ella mantuvo atascado un insulto barrial mientras redactaba su carta de renuncia. Uno no puede estar donde no lo quieren, pensaba. Se fue, pateando al perro, se comentaba. Un mes después, el teléfono. Una llamada de gerencia. Era mentira. Nadie la quería fuera. Solo él, que la vio entrar de nuevo por esos días, entusiasta. El escritorio imperial sigue allí, también la agenda abierta. El que se ha ido es él. Lo deshizo el karma, como la lluvia al estiércol.